Pero el problema no radica únicamente en la inclinación autoritaria y liberticida de ese tan cacareado globalismo, llamado a transformar a la opinión pública mundial en un rebaño indistinguible, sino en lo carísima que nos está saliendo la fiesta.
No hace tanto trascendía que el gobierno Sánchez mantenía, a mucha honra, nada menos que una Dirección General de Políticas Palanca para el Cumplimiento de la Agenda 2030. La denominación, ya de por sí, oscila entre lo extravagante, lo ridículo o lo directamente increíble.
Pero tampoco eso es lo peor. En el ejecutivo con la más penosa preparación en la historia de nuestra democracia, y en momentos de auténtica incertidumbre y de una incipiente crisis de consumo motivada por el ahogo de las clases medias, personas como Gabriel Castañares, el director general de este engendro, se siguen embolsando unos honorarios mes a mes radicalmente inmerecidos, a costa del sudor de la frente del contribuyente.
Este hombre, Castañares, en otros tiempos cartero, literalmente, o becario en Renfe, es uno más, sólo uno más de los que suma y sigue con un sueldo público a la altura del que ingresa el mismo Pedro Sánchez. Y no es sino el síntoma del problema categórico que significa para cualquier sociedad financiar un ejército vastísimo de altos cargos y asesores, de ínfima calidad gestora o intelectual, que la población se ve obligada a padecer y a sufragar.
El problema de la ‘Agenda 2030’ es ya triple y gravísimo. Primero, porque se ha convertido en una segadora que deja a ras los derechos de las personas. Segundo, porque pulveriza el pensamiento crítico para domesticar y amansar la independencia de cada ser humano, aborregándolo. Tercero, porque su puesta en marcha ha degenerado en un despilfarro que, con tantas y tantas familias y empresas en situación de quiebra técnica, vamos a tardar poco, muy poco en lamentar. Al tiempo.