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IMPERIOS CIBERNÉTICOS

Colonización cibernética de España

Colonización cibernética de España
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· Por Pablo Sanz Bayón, Profesor de Derecho Mercantil

By Pablo Sanz Bayón
lunes 13 de junio de 2022, 07:49h

La soberanía nacional es el concepto por antonomasia que integra y dota de sentido al Estado según la teoría política moderna. Y se encuentra en una profunda crisis. Por muchos motivos, qué duda cabe. Cuando nos referimos a la soberanía nacional, al poder y control efectivo que pretendidamente detentan por ley los ciudadanos de un país sobre sus estructuras políticas y administrativas, se hace preciso realizar un análisis completo. No conviene dejarse llevar por la literalidad textual de las normas ni por las fraseologías y consensos que tan oportunamente ha sabido explotar, en el caso español, el Régimen del 78 y sobre todo las oligarquías políticas, burocráticas, mediáticas y corporativas que domeñan, usufructúan y parasitan el Estado. Un análisis certero implica comprobar hasta qué punto las estructuras de un Estado como el español son dependientes o incluso vulnerables de otros poderes externos o desvinculados de los procesos de control democrático y supervisión pública e institucional.

Por esta razón, un aspecto de este análisis tiene que recoger lo que atañe y sucede en la relación de un país y su sociedad con Internet y el mercado global de las tecnologías digitales. Observar qué tipo de dependencias y vulnerabilidades presentan las estructuras formales del Estado con respecto a la configuración de los poderes subyacentes en Internet, que se corresponden básicamente con sus “Imperios Cibernéticos”, es decir, los inmensos monopolios digitales o “latifundios” de extracción y procesamiento de datos (Google-Alphabet, Meta-Facebook, Apple, Amazon, Twitter, Microsoft, IBM etc.).

En efecto, no se puede omitir en un análisis sociopolítico el rol determinante que juega la tecnología digital, la gobernanza privada de Internet y el mercado de la ciencia de datos en el marco de la configuración de los procesos sociológicos. De facto, prácticamente todos los sistemas operativos de ordenadores y smartphones, navegadores, redes sociales, servicios de computación en la nuble y hosting (servidores), sistemas de mensajería online, industrias de software, hardware, ciberseguridad, antivirus, etc., son productos made in USA o cuanto menos muy condicionados por los ecosistemas digitales de EE.UU.

Los mercados y plataformas globales de Internet y del comercio electrónico se basan en una tecnología digital y computacional inspirada, diseñada y configurada principalmente desde Silicon Valley, Palo Alto, Stanford y otros enclaves californianos o de la costa este de EE.UU., como el MIT: Google (Alphabet), Meta-Facebook (WhatsApp, Instagram, Messenger), Microsoft, Twitter, Amazon, Apple, HP, IBM, Intel, Dell, ATT, Verizon, Oracle, Cisco, Adobe, Qualcomm, Yahoo, etc. Incluso un altavoz de la diplomacia española como es la revista Política Exterior daba cuenta -aunque muy apocadamente- en varios de sus estudios del número 192 (enero-febrero de 2020) dedicado al “Nuevo Orden Tecnológico”, de lo que supone esta grave problemática, tanto para España como para Europa, pero sin entrar de lleno en sus relaciones causales y menos aún en un análisis crítico de sus implicaciones de este fenómeno para la vida política de los países democráticos.

La población española, sus empresas, organizaciones e incluso el gobierno español son usuarios extremadamente dependientes de estos productos y servicios, y, por tanto, de sus aplicaciones móviles, licencias y actualizaciones. Son bienes y servicios que no son fácilmente sustituibles. Las Big Techs de EE.UU. ha conformado inmensos monopolios de servicios y productos informáticos, levantando barreras de entrada que hacen muy difícil, por no decir imposible, la entrada de nuevos competidores en sus mercados. Todos los datos que se generan en estos ecosistemas pasan a la posesión automática de los centros de procesamiento de datos pertenecientes a estos grupos estadounidenses, a sus servidores y nubes y, por tanto -indirectamente-, también a sus servicios de inteligencia.

A este respecto, ya sabemos, gracias a Edward Snowden y otras fuentes que lo han corroborado, que precisamente la NSA tiene autorización legal (FISA, Patriot Act) para rastrear y examinar la información almacenada en los servidores de las Big Techs mediante sistemas como PRISM. En este sentido, resulta revelador el ensayo de Stephen Baker, Numerati (Seix Barral, 2009), cuando expone los entresijos que hay dentro de los Imperios de Internet, los diferentes mecanismos con que se implementa la vigilancia colectiva y la ingeniería sociológica, que se encuentran al margen del conocimiento y control de los ciudadanos, y cada vez más fuera de la propia supervisión de las instituciones democráticas.

Además, como también magistralmente expone el coronel español Gómez de Ágreda en su trabajo Mundo Orwell (Ariel, 2019): “los enfrentamientos del siglo XXI no están restringidos al ámbito de lo militar, ni a los militares como sus actores principales (…). El campo de batalla se ha difuminado hasta abarcar prácticamente todas las actividades nacionales. La guerra ya no tiene lugar en escenarios bélicos alejados de la gente, ni siquiera en entornos urbanos entre la gente: ahora se libra dentro de la gente. Las personas somos el campo de batalla del siglo XXI”.

Por esta razón, un concepto actual y realista de soberanía nacional exige un mayor nivel de congruencia con el presente tecnológico y con el futuro inmediato. Esto debería implicar la capacidad del Estado para desplegar mecanismos legales efectivos que garanticen que el sujeto de soberanía -la nación, los ciudadanos-, en el marco de su deliberación política, no queden al arbitrio de las fuerzas que espolean la neuro-ingeniería social en el ciberespacio y a sus bombardeos psíquicos de la propaganda extranjera, de la publicidad online y de la infoxicación (intoxicación informativa). El valor económico de Internet, pero también estratégico y de inteligencia económica, depende básicamente de las decisiones de unos pocos consejos de administración de las Big Techs de EE.UU., megacorporaciones donde se invierten ingentes cantidades de capital en neurociencia. La inminente llegada y proliferación de plataformas virtuales en el denominado “Metaverso”, como plasmación del nuevo Internet, la Web 3.0, no hará sino agudizar esta dinámica, cargada con altas dosis de “gamificación” y realidad virtual y aumentada, que podría potenciar aún más el individualismo, la ludopatía y la atomización social. No le falta razón al coronel Baños cuando afirma que la geopolítica actual se disputa en la mente, en la guerra híbrida de la psicología colectiva (El Dominio Mental, Ariel 2020).

En este sentido, un país como España, con escasa inversión pública en I+D+i, y marginal en ámbitos como el de las neuro-tecnologías y la inteligencia artificial, hace que su Administración, las fuerzas armadas y principales empresas vayan -inexorablemente- a remolque de otros poderes y potencias, perdiendo gradualmente su capacidad y eficacia para garantizar la soberanía del propio Estado, su autonomía estratégica y la libertad política y económica de sus ciudadanos. En consecuencia, sin soberanía digital es imposible hablar actualmente de soberanía política efectiva. Máxime en una coyuntura en la que la actividad política, pero también la “metapolítica”, se juegan cada vez más, o, mejor dicho, sobre todo, en Internet.

La colonización cibernética de España, pero también de Europa occidental, supone otra razón de peso para cuestionar la existencia de una soberanía política del Estado o de una europea articulada desde Bruselas -la Eurocracia-, que sólo tiene realidad en su dimensión formalista o teórica. En el caso de la España actual, su modelo responde más bien al de una colonia digital o una suerte de “protectorado” al servicio de fuerzas y entes supra-estatales que responden finalmente a intereses de grupos financieros, fondos de inversión y corporaciones extranjeras que se cobijan en jurisdicciones offshore, con baja tributación y opacidad fiscal. Precisamente, cabe pensar que, por esa dimensión intermedia en el contexto occidental y a la vez bastante maleable o elástica como mercado de datos, España se ha convertido en un excelente laboratorio de ingeniería sociológica y psicológica para las plutocracias y tecnocracias del ciberespacio, como cualquiera por ejemplo puede percibir si se asoma a los trending topics y hashtags de esa letrina cibernética del sistema llamada Twitter.

España, al igual que tantos países occidentales, presos de un sistema de bienestar muy frágil e insostenible, se parece cada vez más a un latifundio de Internet. La mayoría de la población española se encuentra sin pulso social, sumisa y muy distraída por el duopolio televisivo, el narcótico deportivo y las dosis seriales de Netflix, y la más joven, que algunos llaman Generación Z, “enredada” en las telarañas de Internet (Instagram, TikTok, Snapchat). Una población a la cual se la somete a un bombardeo psicológico sistemático y premeditado, al servicio de los grandes anunciantes publicitarios y por detrás en interés de sus grandes accionistas. Una población explotada digitalmente por unas plataformas digitales que sirven a los intereses apátridas de unas oligarquías extractivas que esconden su botín en paraísos fiscales o sitios con baja o nula tributación y secreto bancario. Oligocracias y plutocracias que privatizan y deslocalizan la minería de datos y el valor capturado a los usuarios-ciudadanos, que es sobre lo que se nutre básicamente la economía del conocimiento en la era del “capitalismo cognitivo”.

La Cuarta Revolución, la denominada Revolución Digital, se consumará cuando se acabe de implantar definitivamente un sistema orwelliano-hobbesiano a gran escala con total trazabilidad de los individuos desde el hogar hasta el trabajo o la escuela, un Ciber-Leviathan que ya estamos emergiendo. Un panóptico cibernético que haría las delicias de Jeremy Bentham, quién ya ideó a finales del siglo XVIII una arquitectura penitenciaria en la que desde una posición central se puede vigilar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor, sin que estos puedan saber si son observados. El efecto más importante de este concepto de panóptico era inducir en el prisionero un estado consciente y constante de visibilidad que garantizaría su obediencia y el funcionamiento automático del sistema, sin que el poder tuviera que estar funcionando efectivamente en cada momento, puesto que los reclusos no sabrían cuándo se les observa y cuándo no.

Como expone Zuboff en su obra La era del capitalismo de la vigilancia (Paidós, 2020) todavía estamos a tiempo de impedir esta distopía. Hay que reconducir Internet y la ciencia de datos, democratizar sus modelos de negocio, desconcentrar sus capas más monopólicas, hacerlo más participativo, ético y transparente. Es decir, necesitamos someterlo a la ley estatal soberana, al fuero público, sin margen para escapatorias, trampas ni tampoco para gobernanzas “globalitarias” tan pregonadas desde ámbitos como el Foro Económico Mundial, ese club “davosiano” donde ciertas oligarquías esbozan y apañan sus agendas. Los ciudadanos deben despertar a tiempo para impedir que los tecnólogos, psicólogos y sociólogos a sueldo de unas pocas megacorporaciones, mediante sus algoritmos, programaciones y herramientas de Big Data e Inteligencia Artificial, puedan predecir y controlar nuestro comportamiento y determinar de ese modo el rumbo de las sociedades y de las naciones al margen de las leyes. Si lo consiguen, el Estado, tal como está planteado, habrá muerto.

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