La ola recientísima de ataques terroristas de Hamás nos manda dos señales claras que han de hacer permanecer despierto a Israel (¿cuándo no lo ha estado?), pero especialmente a sus aliados en todo el globo. El primer mensaje es innegable: el Islam militante no descansa, no se duerme, apenas marca pausas estratégicas y tácticas pero conservando su inclinación a matar, a extorsionar, a amenazar, a aniquilar espacios de libertad y a resolver cualquier disputa a través de la sangre y la destrucción.
El segundo mensaje es más grave: quienes así operan, utilizando como única lengua el idioma de la muerte, gozan estructuralmente (también en países considerados como desarrollados económicamente como España) con grupos y personas aupadas en el poder, de izquierda y extrema izquierda, siempre dispuestas vilmente a lanzar el miserable y abyecto argumento de que, mirando al espejo retrovisor, hay una culpabilidad de los judíos asentados en Tierra Santa al ‘provocar’ al castigado pueblo palestino.
Una de las causas por las que Israel ha mantenido bajo control sus fronteras y bajo seguridad a su población ha sido el acompañamiento que ha tenido de buena parte de la comunidad internacional (Estados Unidos y en cierta medida Europa), que ha estado del lado de la democracia, de la paz y del Derecho.
Hoy, ese eje transatlántico, obligado también moralmente a actuar como contrafuerte, está enormemente debilitado. En el viejo continente, lleno de caballos de Troya, el antisemitismo es un fenómeno y una pulsión latente. Occidente verá con qué fuerza libra esta guerra y se posiciona del lado del Bien: abandonar a su suerte a Israel, muro hasta hoy inexpugnable de contención del fanatismo, dejaría al enemigo a nuestras puertas; y muchas de ellas -cuesta no verlas- ya están forzadas, derribadas, asaltadas.