Me interesa mucho más conocer de una persona aquello a lo que no se puede acostumbrar [o por lo menos así lo manifiesta], que a lo que está acostumbrado; por considerar que lo primero dice mucho más de ella, permite tomarle el pulso para comprobar si su alma late acompasada o el latir de su ánimo es mejor dejarlo pasar y limitarte a verla alejarse, tras obsequiarle con una amable despedida.
Siempre he pensado que no es lo mismo tener costumbres que estar acostumbrado. Los hábitos cuando son fruto de la ejecución de unos principios suelen ser plausibles, pero cuando son meras acciones repetidas pueden ser más una manía u obsesión que otra cosa. Un ejemplo de los primeros es el de ser siempre disciplinado y meticuloso, y un ejemplo de los segundos sería siempre comprobar por lo menos dos veces que se ha cerrado bien la puerta al salir de casa.
Hay costumbres propias de la cultura con la que a uno lo destetaron y lo han acompañado en su infancia y adolescencia y de las que sin poderlo evitar se ha impregnado su ropaje para el resto de sus días, y otras que se aprenden y adquieren fruto del nomadismo y deambular por distintos espacios, donde compruebas que hay más de cien maneras de despellejar al gato sin que prevalezca alguna para todo tiempo y lugar; y así, bien sea por osmosis o bien sea por percusión, una vez incorporadas a nuestro acerbo particular ninguna de ellas es fácil de soltar.
Y como creo que lo que más aporta es el desprendimiento pues al terminar si te has despojado de todo resulta más fácil irte, al final para facilitarme trámites he procurado reducir mis costumbres a una sola, la de adaptarme con agrado a los cambios, a mayores si no los puedo evitar; y trabajo permanentemente para solo estar acostumbrado a aceptar las imprevisibles eventualidades que me puedan acontecer, sin que la ira me dure más de mil inspiraciones y otras tantas exhalaciones; pues al final vivir se reduce a respirar y lo demás es mero acompañamiento pasajero y lo que tiene que ser, no dudes que será.