Hay algo misterioso en los acentos. Lo descubrí de chaval, en aquellos viajes por carretera, con los padres, sin aire acondicionado y con la ventanilla abierta, cruzando por el centro todos los pueblos y ciudades, parando a comprar queso o vino de ese año…
Podía recorrer muchos kilómetros y nada cambiaba en el habla de las gentes respecto a lo que yo conocía, pero bastaba superar una pequeña montaña, con su puerto correspondiente, cultivos diferentes, algo de humedad para que algo cambiara. En el breve diálogo de una gasolinera o comprando en una tienda, reparaba en que aunque la letra de esa canción era la misma la música cambiaba. Sutil pero real y conforme seguía la ruta se acentuaba más y más…
Y es que la geografía influye en las gentes y en sus afanes. Misterio es como se forja el acento. Quién sabe si será un porcentaje en el aire del agua salada, los oficios de unos u otros, una brisa que baja desde los picos de dos mil o tres mil metros; a veces solo doblar 3 esquinas, cambias de barrio y es otra cosa.
Se lo comentaba a mi amigo Juan Regoyos, malagueño del borde del mar con más de 20 años viviendo en la meseta y más de 10 de amistad compartida: “cuantos más años llevas aquí, tan lejos del mar, más acento malagueño tienes”. Lo mismo le ocurre a David, el arquitecto, crecido en tierras gallegas de frontera con Portugal: “David como siga hablando contigo más rato se me va escurrir el acento al tuyo”.
Los acentos son como las canciones. Lo decía Al Stewart: “estás en mi cabeza como una canción de la radio”. El acento entra, te envuelve, y al tiempo dejas de sentirlo extraño. Con los años, el forastero que llegó e intentó afinar bien suena un poco raro tanto para los del lugar en el que se instaló como para los de origen.
El acento le llega a uno antes que el lenguaje y sus explicaciones, a veces retorcidas. Y cuenta mucho de los del lugar si te dejas llevar por él. En el acento está además la hospitalidad o la hostilidad para con el forastero. Es tan natural que la hipocresía no tiene mucho lugar.
Me creo esos acentos y hablas de siempre. Y desconfío de las lenguas inventadas que nunca lo fueron ni lo pretendieron ser y que necesitan de palabras traducidas para rellenar. Y también desconfío de los que las hablan por aprendizaje reciente y apresurado. Esa artificialidad de mensaje no llega a nadie, ni a los unos ni a los otros.
Me presento otra vez en esa ciudad. El rio, apenas a dos calles, la piel húmeda; consigo mesa de sombra y lejos de una tropa de turistas. El murmullo de la calle carga con su acento. Sentado, con fatiga en las piernas de tanta cuesta, creo que la cerveza, la sidra, el arroz o el cabrito saben mejor si se prueban allí donde nacieron.
Será por el acento.