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La tragedia Israelí-Palestina o la trampa del autoengaño

· La barbarie perpetrada en suelo israelí el 7 de octubre de 2024 por asesinos enfermos de odio no puede ser una coartada para justificar una campaña militar de dudosa eficacia basada en el oportunismo político más rancio y un cheque en blanco para cometer desmanes.

By Edward Martín (Corresponsal en Barcelona)
lunes 14 de abril de 2025, 09:23h
La tragedia Israelí-Palestina o la trampa del autoengaño
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Del mismo modo, Gaza no puede servir para defender, en cualquier foro y circunstancia, un insufrible fanatismo judeófobo, altamente tóxico y contagioso. El conflicto entre Israel y Palestina es la evidencia brutal de que el nacionalismo (que afecta hasta el tuétano a ambos contendientes) conduce siempre a la guerra. En mi opinión, resulta apremiante reconstruir una izquierda moderada solvente -debidamente desprovista de tendencias Woke y buenismos perversos- que contribuya decisivamente a recuperar el diálogo, el respeto al derecho internacional y la dignidad de todas las víctimas.

Personalmente, mi distanciamiento de Israel ha sido paulatino y muy doloroso. No comenzó únicamente con el vil asesinato de Yitzhak Rabin en 1995, sino con las anómalas circunstancias políticas, sociales y morales que rodearon aquel crimen. Rabin fue asesinado, no por un enemigo exterior, sino por un extremista judío, tras haber sido vilipendiado y señalado como traidor por sectores radicales del propio país, con el impulso explícito o tácito de figuras políticas de peso.

Uno de ellos fue Benjamín Netanyahu, cuya retórica encendida, demagógica y sectaria alimentó el clima de odio que desembocó en aquel magnicidio. El hecho de que, tras esa tragedia, Netanyahu no sólo sobreviviera políticamente, sino que se consolidara como líder hegemónico del país, refrendado una y otra vez en las urnas, revela una fractura profunda en la sociedad israelí: una renuncia colectiva a la vía del entendimiento, del derecho internacional y de la solución política al conflicto.

Sin duda, la seguridad de Israel es una cláusula innegociable a incluir en cualquier acuerdo de paz realista y duradero. Pero el modelo político encarnado por Netanyahu —nacionalista, autoritario, anexionista y permeado de supremacismo religioso— ha secuestrado esa necesidad legítima y la ha convertido en doctrina de dominación y exclusión. Un modelo que no ofrece seguridad real, sino perpetua tensión y un serio peligro de aislamiento internacional.

Por otra parte, excluir a los palestinos de sus colosales errores y responsabilidades sería injustificadamente injusto, y políticamente falaz. No hay solución posible si no se combate el odio sectario desde todos los frentes y si no se construye, con coraje y pragmatismo, una narrativa compartida que permita romper el círculo de la victimización mutua y del enemigo absoluto.

Los abominables atentados del 7 de octubre de 2024 fueron una muestra del grado de descomposición moral al que ha llegado la política del odio. No hay causa pasada (ni vigente) que los justifique. Sin embargo, esos crímenes no pueden convertirse en un muro de impunidad para legitimar la aniquilación de Gaza. Del mismo modo, Gaza no puede ser reducida a la corrupción moral de los dirigentes que la gobiernan ni identificada, en su totalidad, con un sectarismo judeófobo de raíz homicida. Hay millones de víctimas atrapadas entre dos fuegos atizados por pirómanos que utilizan una retórica recurrente de negación del derecho a existir de los otros.

Uno de los mayores escollos para una salida al conflicto es la existencia de intereses enquistados en perpetuarlo. En Israel, en Palestina y en otras geografías. Políticos, ideólogos, intermediarios, burócratas, traficantes de armas o aparatos de propaganda viven del conflicto. Se nutren de él. Lo necesitan para justificar su poder, su financiación o su existencia. Sin conflicto, pierden influencia, recursos y relatos. No buscan soluciones, sino que administran el horror como una industria del sufrimiento. Son los verdaderos enemigos acérrimos de la paz.

En este contexto, la Unión Europea ha demostrado una irresponsabilidad palmaria. Ha financiado de forma sistemática a una dirección política palestina carente de legitimidad, visión e iniciativa. Una dirigencia que ha demostrado su inutilidad para influir positivamente sobre la opinión pública israelí, imprescindible si se quiere una paz duradera. Bruselas se ha limitado a una política de gestos, comunicados y fondos que refuerzan estructuras ineficaces. Europa ha renunciado a liderar un proceso de paz que hoy más que nunca necesita mediadores con coraje y credibilidad.

Frente a todo esto, no propugno una equidistancia cómoda ni una tercera vía difusa. Lo que propongo es una alternativa de izquierda moderada, ética y firme:

- Que reconozca el derecho de Israel a existir y a protegerse.

- Que exija el fin de la ocupación israelí y del terrorismo palestino.

- Que combata la narrativa del nacionalismo excluyente en ambos lados.

- Y que reivindique el internacionalismo solidario frente a los dogmas identitarios.

Porque este conflicto, más allá de su dolor inabarcable, es también una lección amarga para el pensamiento político contemporáneo. El nacionalismo, cuando se convierte en dogma de fe, no protege: mata, divide. ciega. degrada. Y convierte la memoria en trinchera y al otro en enemigo ontológico.

Una política de paz no se basa en la victoria de uno sobre el otro, sino en la idea de coexistencia de dos pueblos que merecen vivir libres del yugo del odio, la burda propaganda y el fanatismo. Hay que salir de la trampa del autoengaño. Urge recuperar una política basada en el respeto al derecho internacional, la dignidad de todas las víctimas y la construcción de hechos compartidos basados en narrativas inclusivas.

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