Dicho lo cual, no a las horas sino a los minutos de que se admitiese con toda la pompa, los tintes trágicos y la institucionalidad de la ocasión que los números no salían, las hordas del nacionalismo catalán más excluyente han comenzado a disparar contra España: en su fórmula tradicional, faltona, ridícula… más vieja y gastada ya que el hilo negro.
Resulta, a tenor de medios y voces más o menos consistentes en el irascible ámbito independentista, que el desastre viene teñido de rojigualda, que Tebas ha actuado de sepulturero y que todo forma parte de una conspiración orquestada maquiavélicamente y en la penumbra desde Madrid, para hundir al Barça o, al menos, para debilitarle en beneficio claro del Real.
Es el penúltimo complot urdido desde la capital que ahora, para redondear la jugada y completar la triangulación, habría contado con poderosísima ayuda exterior: la de los jeques árabes que dominan el fútbol francés y que están volcados en convertir París, capital de la luz, en la ciudad europea en la que más astros del esférico brillen.
Que el rechazo a lo español ha llevado al nacionalismo a manifestarse en los términos más ridículos jamás imaginables, ya lo sabíamos; y que, como anticipo Einstein, “es una enfermedad infantil”, también. Y aun así, también en agosto y los domingos, sus promotores y sus paniaguadas terminales se empeñan en exhibirlo ante cada ventana de oportunidad.