Hay una figura irrevocable que se aplica al ciudadano que ha sido deportado o expulsado de su propio país, generalmente debido a motivos políticos y por el gobierno de turno, y es la del exilio externo. Ésta, ya de manera incomprensible e insostenible, inexplicable, es la condena y el castigo que, sin pasar por los tribunales, se le ha impuesto al Rey Emérito. ¿Por quién? Hace un par de semanas, y con la decisión de la Fiscalía suiza de cerrar la investigación por presunta corrupción sobre los 65 millones de euros que el Rey Juan Carlos I recibió de la monarquía de Arabia Saudí, se abría un nuevo escenario: la Justicia no lograba demostrar el origen ilícito del regalo a una fundación creada en 2008 por el entonces monarca en activo para supuestamente ocultar los millones, fondos que en 2012 transfirió a Corinna Larsen.
Ya da igual. O casi. Porque el sagrado valor de la presunción de inocencia ha sido completamente pulverizado. Esto, en un contexto en el que el Emérito no es imputable por la inviolabilidad, la prescripción de determinados hechos y las excusas absolutorias frente a delitos fiscales que conllevan las dos regularizaciones tributarias voluntarias.
Juan Carlos I quiere volver a su país, a Zarzuela, dejando así Abu Dhabi, y recuperar la asignación económica del Presupuesto de la Casa Real que le retiró Felipe VI el mismo día en que éste hizo pública su decisión de renunciar a la herencia que pudiera corresponderle por las cuentas que supuestamente tiene su padre en el extranjero.
No sólo, pero especialmente la izquierda extrema ha conseguido, en términos narrativos, matar al personaje. Y tenía buenas razones para hacerlo: hacer avanzar el relato republicano, empujar la Historia de nuestro país hacia un lugar de indefinición, agrietar la obra de la Transición, hacer encallar el reinado de Felipe VI… el terrible villano que siembra el mal a su paso ha sido aniquilado, sin subterfugios ni compasión.
Elementos hasta ahora marginales en la política y las instituciones se han hecho con una palanca detonadora para arrancar su relato. Con consecuencias, para la deriva de España… fácilmente imaginables. A veces, la vida real se rige por las mismas reglas que el universo de la ficción.