No choca que el diputado Pablo Cambronero haya pedido una investigación sobre esta circunstancia que no encuentra parangón ni en el milagro de los panes y los peces. Y menos aún puede llamar la atención o pillar con el paso cambiado la radical tomadura de pelo en la que se ha convertido la política de los otrora indignados: un engaño masivo de quienes aseguraban que todos deberían seguir el ejemplo podemita de transparencia y cobrar sólo tres salarios mínimos, de quienes anunciaban que donarían todo el sobrante de sus sueldos públicos a no se sabe qué oenegés, de quienes disfrutan ahora del machito lucrándose a costa del sudor de la frente de otros, de quienes tiran de escoltas, de asesores, de niñeras… y de todo cuanto se tercia. Siempre con dinero ajeno.
En modo alguno van desencaminados -todo lo contrario- los que sostienen que una enorme parte de los dirigentes que se dedican a la política en España lo hacen porque “no valen para otra cosa”, porque “no tienen otra manera de ganarse la vida”. Y ahí está el caso de la bautizada certeramente como ministra-cajera, que ha pasado de (por méritos propios) sumar un puñado de euros para a duras penas llegar a final de mes… a vivir, soportados sus regalados privilegios por el pueblo, a todo trapo. ¡Ni en sus mejores sueños!
Hay formas de corrupción que no están recogidas en el Código Penal, que no necesariamente son las clásicas, que escapan de lo que puede ser la prevaricación, o la administración desleal, o el cohecho… o incluso el viejo nepotismo. Pasan, como es el fenómeno cada día más extendido, por parasitar un cargo y un sueldo, esquilmando sin tregua y sin contemplaciones el bolsillo de los de abajo; muchos de los cuales siguen drogados por las mentiras, las mezquindades y las tropelías del peor populismo; pero, eso sí, algunos de los cuales han despertado para acabar, lo antes posible, con tantos y tan caros farsantes.