Quizás tengo un sueño. Pero, al contrario del que tuvo el Dr. Martin Luther King, el mío no abriga la esperanza en un porvenir más fraternal, más libre, más igualitario o más justo, sino todo lo contrario. Es un sueño inquietante, nebuloso, irreal y dramático, en el cual la Humanidad se encamina enloquecidamente hacia un abismo de desesperanza, de dolor, de lágrimas y de injusticia. Un mundo asépticamente envuelto en bozales y jeringuillas, preservado de la circulación de virus, bacterias y microbios, en el que los hombres vivirán en supuesta armonía, sin tocarse físicamente bajo ningún concepto. Un mundo huérfano de sentimientos, de socialización comunitaria, de besos y de abrazos, en el que se convierta en realidad aquella frase del existencialista Jean-Paul Sartre: “L’enfer c’est les autres”.
Las empresas imponen sin recato el deshumanizador teletrabajo; organizan reuniones, intercambios y coloquios virtuales por videoconferencia; y también acumulan muchas ventajas, no solamente sanitarias sino también financieras y de costes: evitan el mantenimiento inútil de costosos despachos, cafeterías de empresa, salas de vending y lugares de descanso o encuentro para los empleados. Por cierto, lugares propicios para dar lugar a cotilleos o críticas que puedan engendrar movimientos de queja y de protesta, perjudiciales para el buen funcionamiento de las empresas y negocios.
Igualmente, la atomización es aplicable a los escolares y estudiantes, pues los cursos y las clases se imparten a distancia (enseñanza on line) por parte de unos profesores aliviados por no tener que aguantar presencialmente a los niños y a los zangolotinos adolescentes (incluso a los jóvenes universitarios alborotadores), todos los cuales prefieren entretenerse ruidosamente interrumpiendo al docente que seguir con aprovechamiento la demostración de un teorema matemático, especular con silogismos filosóficos, escuchar una lección sobre Cervantes o discutir apasionadamente sobre los avatares y consecuencias de nuestra Guerra de la Independencia.
Almacenes, centros comerciales, restaurantes, cafeterías, teatros, cines, salas de concierto, gimnasios, canchas de deporte, bibliotecas…habrán desaparecido definitivamente, siendo sustituidos por las entregas a domicilio; las difusiones de obras, películas, conciertos y recitales por televisión, discos, lápices de memoria, redes sociales e Internet.
En lo relativo al ejercicio físico, cada uno podrá practicarlo en su casa delante de una pantalla (el ejercicio físico de correr por la calle, en circuitos o en los parques, será un ejercicio cuestionable de individualismo subversivo y de resistencia para con el Poder) en la que un equipo entusiasta de amables y guapísimos entrenadores/as/os/is/us ensayen los consejos idóneos para mantener una forma atlética y una silueta de maniquí de pasarela.
La desocupación de locales, ocupados por las actividades antes descritas, permitirá la recolocación de homeless (personas sin hogar) y de personas jóvenes y emprendedoras, llegadas de África, Asia o vaya usted a saber, cuya acogida y subvencionamiento no dejará de ser ampliamente facilitados en base a la coartada mántrica de compensar una natalidad autóctona escuálida y en caída libre, a pesar de la proliferación de medidas derivadas de la fecundación in vitro en laboratorios -que, por cierto, parecen salidos de una novela distópica huxleyana- que protegen de los riesgos derivados de las relaciones carnales (algo ya anticuado y propio de semovientes) o de la política creciente de utilización de vientres en arrendamiento.
Bajo el discurso ecologista, se promueve la desaparición de los desplazamientos necesarios in itinere de ida y vuelta del domicilio al trabajo, la contención de las rutas y viajes turísticos, que van a producir una mejora sustancial de la calidad del aire y una disminución notable de las emisiones de CO2.
Otro efecto positivo de este nuevo modo de vida (nos hacen soñar los ingenieros sociales de pacotilla) es que la delincuencia y la criminalidad disminuirán notablemente porque cada ciudadano, aislado y vigilado estrechamente, vegetará en soledad en un espacio cerrado -¿será, por cierto, en su domicilio o en otro lugar incierto de reclusión?- no pudiendo comunicarse con sus semejantes salvo por teléfono, vídeollamada, redes sociales o Internet. Es decir, su sociabilidad se va a realizar a través del ordenador o el teléfono celular.
Me quiero despertar de este mal sueño antes de que pueda descubrir los medios de subsistencia de esta Humanidad, por fin liberada de los peligros de la vida en sociedad. Pero me quiero asegurar a fondo que se trata de un sueño: si nosotros queremos evitar que esta pesadilla onírica se convierta en realidad, es urgente, -urgentísimo, diría yo- resistirnos con todas nuestras fuerzas a los buenistas que pretenden querer nuestro bienestar y felicidad, cuando en realidad lo que desean es crear un paraíso infernal en la tierra y convertirnos en descerebrados autómatas sin libertad ni voluntad. Quieren que dejemos de ser ese animal social del que nos hablara Tomás de Aquino.