Los autodenominados ‘Países Catalanes’ son en sí mismos una entelequia, además en su doble acepción. Primero, porque se trata de una entidad que sólo existe en la imaginación, en este caso de las tropas nacionalistas más radicales y obtusas. Segundo, porque se trata de un fenómeno que tiene en sí mismo el principio de su acción y su fin, impulsado de nuevo y patéticamente por el separatismo y sus más o menos desinformados acólitos. Sin embargo, la extensión de las ‘ideas de bombero’ desde Cataluña a la Comunidad Valenciana o Baleares genera de forma continuada un daño tremendo en múltiples aspectos y se transforma, a los ojos de todos los españoles, en una exhibición constante de provincianismo pagado, por cierto, a un muy alto precio.
La penúltima, en este sentido, viene de la mano de la empresa municipal de Palma de Mallorca, Emaya, que se fundirá 140.000 euros del contribuyente en impartir clases de catalán a sus barrenderos; y ello, en un contexto en el que la titulación en esta lengua es obligatoria en la compañía desde que el tripartito de izquierdas se alzó con el poder hace ya siete años.
En modo alguno puede leerse como mera anécdota una iniciativa que, paradójicamente, llega a la quinta ciudad más sucia de España, según datos de la OCU; muy por el contrario deja a entrever (en clave de vergüenza) cuáles son las prioridades de gasto e inversión de toda una casta de dirigentes más o menos independentistas o de socialistas y antisistema atolondrados que se dejan llevar por la corriente.
El nacionalismo ha producido un daño terrible y, en parte, irreversible a España y a los españoles, tanto material como formalmente. Y aún así, cabría preguntarse a qué se debe que, tantos años después de la tan loada Transición, sigamos sin disponer de mecanismos efectivos en el marco de la democracia que sean útiles para defender a los ciudadanos de politicastros que pasan su rodillo sobre los derechos civiles más fundamentales, disparando, una y otra vez, con pólvora del rey.
Hasta que no se ponga freno, por fin, a tantos y tan interminables disparates, el nuestro seguirá el camino recto hasta convertirse en un Estado económicamente endeudado, culturalmente decadente y políticamente fallido. ¿Despertaremos a tiempo de evitar el ‘crash’?