Análisis y Opinión

Un padre, un hijo… y lo que la Ley Integral de Violencia de Género esconde

· Por Francisco Gil Picart, padre de un maravilloso niño autista

Viernes 17 de marzo de 2023
Hace mucho tiempo que España se ha convertido en un lugar indigno donde vivir. Una ley demencial, una ley atroz, una ley infame se instauró entre nosotros en 2004, y somos tan sumamente hipócritas que la acatamos y toleramos con servil complacencia. Esta ley, la Ley Integral de Violencia de Género, rompe algo consagrado en la constitución de los Estados Unidos, en la Revolución francesa y en nuestra propia constitución, que es el principio de igualdad ante la ley.

Es palmario que ha estallado en mil pedazos esta igualdad cuando, por la comisión de un mismo delito, nuestro código penal castiga de diferente manera dicho delito dependiendo del sexo de quien lo perpetra. Es decir, una infracción cometida dentro del ámbito de la violencia de género, está penada de una forma distinta si el agresor es un hombre o una mujer. Algo así vulnera un principio, que además es un derecho fundamental y que debería ser inalienable, recogido en la constitución de este país... El principio de igualdad ante la ley.

Haciendo un poco de memoria histórica, reseñar que es cierto, e incomprensible, que esta ley fue declarada constitucional por el Tribunal Constitucional hace diecinueve años. Y fue considerada así por una cuestión de “discriminación positiva”. Personalmente, me parece una justificación inaceptable, cuyas consecuencias para los hombres y padres de esta España de charanga y pandereta son catastróficas.

Que una persona sea castigada de distinta manera por la comisión de idéntico delito, me recuerda a lo que se vivió en Estados Unidos durante gran parte del siglo pasado, solo que ahí era por motivo del color de la piel. Si aquella realidad social era intolerable y hoy, con la perspectiva que da el tiempo, la miramos con horror, me resulta grotesco ver cómo este país contempla impasiblemente una ley que nos distingue por razón de nuestro sexo.

Pero basta ya de disquisiciones jurídicas, pues ni soy un experto en leyes ni quiero serlo, y demos paso al verdadero protagonista y principal damnificado de esta horrenda realidad que nos ha tocado vivir: mi hijo.

Se llama Aniol, y el día que escribo esta carta tiene cuatro años nueve meses y veintinueve días. Y es autista.

Esta es nuestra historia…

Mi hijo nació una fría madrugada de mayo de 2018, a las dos menos cuarto. Tenía prisa por llegar a este mundo hostil, pues se adelantó casi un mes a la fecha prevista. Vi cómo salía del vientre de la madre y ese fue un instante que jamás olvidaré, por muchos años que viva. Ni tampoco se borrará de mi mente cuando el jefe de pediatría me dijo con voz satisfecha “es un niño precioso, ¿quieres cogerlo? A lo que respondí rápidamente “sí, por supuesto”.

Y al sujetar aquella cosita, tan hermosa como el primer día de la Creación, un sentimiento de ternura como nunca antes había tenido invadió mis entrañas. A mis casi cincuenta años, y con todo un mundo de experiencias a mis espaldas, fui incapaz de reprimir un incesante reguero de lágrimas.

El bebé apenas cabía en la palma de mi mano. Menos de dos kilitos y medio de persona sostenía yo en ese momento, pero un millón de toneladas de amor se aposentaron en mi corazón. Supe, por esa extraña certeza que en ocasiones nos embarga, que ese niño era mucho más grande que yo y que cualquier otra cosa del universo. Mi vida acababa de cambiar definitivamente. Mi vida estaba consagrada a cuidar, proteger y cuidar a Aniol por este valle de lágrimas.

Al alzarlo, recuerdo como si fuera ahora mismo que le dije a aquel buen hombre “este va a ser el mejor hijo que un padre pueda tener, este hijo mío va a ser más especial de lo que nadie se imagina”. Y a día de hoy puedo asegurar, con total rotundidad, que no me equivocaba.

Y Aniol fue creciendo, cada vez más fuerte, más sano y más maravilloso. Para este padre fue increíble poder estar presente cuando abrió los ojos por primera vez, en su primera sonrisa, en su primer gateo, la mañana que dio su primer paso, cuando apareció su primer dientecito, aquella tarde de octubre cuando dijo su primera palabra, su primera carrera, su primer topetazo, sus primeras lágrimas..., y tantas y tantas primeras veces de muchas cosas.

Toda mi existencia se concentraba en Aniol. Cada vez le dedicaba menos tiempo al trabajo y a mí mismo. Y no me importaba, porque era lo que mi mente y mi corazón querían que hiciera. Pasábamos mucho tiempo juntos y se estableció un vínculo entre nosotros tan extraordinario como inquebrantable, que, a pesar de la gentuza que se ha inmiscuido en nuestra vida, sigue tan vigente como siempre.

Todas las decisiones que afectaban al pequeño, desde las más nimias a las más complejas, las tomaba yo. Cada circunstancia era estudiada, sopesada y resuelta con responsabilidad. Y, por descontado, compartida con la madre, quien, demostrando una confianza ciega en este padre, le apoyaba sin excepción.

Nunca tuve un ápice de pereza ni me sobrevino la comodidad a la hora velar por los intereses y el bienestar de Aniol. Nunca.

Pero la vida tenía otros planes para mi hijo.

Era la tarde del último lunes de enero de 2021, cuando nos sacudió uno de esos latigazos que la existencia nos inflige sin compasión… Un psicólogo apolillado me dijo que Aniol era autista. Sentí en los pliegues más profundos de mi ser un dolor como jamás había experimentado. Y Aniol lo supo. Supo que su padre sufría, y lo supo porque es un niño excepcional.

Si hasta aquel entonces había sido su sombra, desde ese momento me convertí en su ángel tutelar. Y quise mucho más a mi hijo, si ello era posible, y le dediqué todo mi tiempo. Absolutamente todo mi tiempo.

Leí, estudié y asimilé infinidad de libros, artículos, documentos e informes psicológicos y médicos. Todo lo que caía en mis manos sobre el TEA lo devoraba con fruición, y lo sigo haciendo a día de hoy, sin descanso. Quería, y quiero, entender a mi hijo y la forma en que ve el mundo. Cuanto más penetro en su universo más le comprendo a él. Y cuanto más le comprendo más consciente soy de lo especial y extraordinario que es.

Si la vida había cometido la tropelía de poner en el camino de mi hijo el autismo, tuvo la consideración de poner a un padre abnegado para equilibrar la balanza.

Pero con lo que no contábamos era con lo posteriormente sucedió.

La cotidianidad en la que ambos nos imbuimos fue muy particular, muy nuestra. Aniol me necesitaba tanto como yo a él. Ese sentimiento, tan puro y hermoso como recíproco, irradiaba un torrente de luz a nuestro alrededor. Dormía con mi hijo, lo llevaba y recogía de la guardería, dábamos un larguísimo paseo por la mañana y otro por la tarde, cuidaba su alimentación hasta en el más mínimo detalle y tenía establecida una rutina diaria rígida pero flexible a la vez. Mi niño era muy dichoso y evolucionaba positivamente de su trastorno. Los días se perseguían unos a otros en el calendario con monótona felicidad… Hasta que llegó el momento de mi crucifixión.

Que yo me dedicara por entero a mi hijo hacía tiempo que no era bien visto por la madre. Las discusiones al respecto se volvieron frecuentes, y yo me responsabilizo de la parte que me toca. Pero si debía elegir, mi hijo era la prioridad. Solo las familias que albergan en su seno un niño como Aniol, saben el nivel de exigencia y dedicación que implica. En nuestro caso, yo debía asumir las funciones de padre y madre, porque en casa no veíamos la anomalía del crío de la misma manera…

Una denuncia por violencia de género hizo saltar por los aires la dignidad de un padre y el bienestar de un niño. En este país mediocre y obtuso donde los haya, es muy sencillo mortificar a un hombre. Una mujer, diciendo dos cositas en un par de sitios concretos y dando tres pasitos en una dirección determinada, puede arruinar ipso facto la vida de su pareja.

Sí, esta monstruosidad es posible en España. Y no solo es posible, sino que sucede continuamente gracias a la existencia de una inmensa estructura que facilita esta vesania.

Una miríada de chiringuitos feministas, que subsisten gracias a las subvenciones generadas por este dislate, se prestan sin ningún reparo moral a crear escenarios de infinita maldad, donde padres y, especialmente, niños, son los grandes perjudicados. Y si a esto le sumamos unas instituciones plegadas a la aberrante ideología de género que asola el país y la connivencia de un sistema judicial caduco y trasnochado, tenemos el caldo de cultivo perfecto para fomentar el desafuero y la iniquidad.

Como decía, una vez atrapado en la telaraña de la Ley de Violencia de Género, mis derechos más elementales fueron inmediatamente cercenados… La presunción de inocencia no existe, aparece la discriminación por razón de sexo y la patria potestad, aunque se ostente, queda como un mero ornamento. Un sinfín de atropellos e injusticias desangran el día a día y tu palabra tiene menos credibilidad que la de una cabra. Es como retroceder a1 año 1478, cuando los Reyes Católicos instauraron la Santa Inquisición, pero trocando a herejes por varones y a brujas por padres, aunque sumidos todos en la misma espantosa indefensión.

Lo peor de esta dantesca realidad llegó cuando me arrebataron a Aniol, lo que más quiero del mundo. Al tiempo que a él le privaban de la persona en quien más confiaba. Sé que mi hijo tiene una resiliencia fuera de lo común, pero la terrible confusión que tuvo que padecer durante un tiempo me duele en el alma.

Faltaban cinco días para que mi hijo cumpliera los tres añitos. La historia de nuestra vida, hasta ese momento, a nadie le importó. Ni que su padre fuera su principal figura de referencia, ni que el hogar y el entorno donde vivía el niño fueran los más adecuados para él, ni que sus rutinas perfectamente estructuradas conformaran la base de su espectacular mejoría. Nada. El bienestar del crío se obvió en detrimento de la locura de otra persona y de los mezquinos intereses de una caterva de descerebradas feministas que viven precisamente de esto, de sembrar el caos y la destrucción en las familias de este país. Un país donde, a partir de una simple denuncia, se le concede indefectiblemente la custodia en exclusividad a la madre, aunque esta sea la mismísima Beverly Allitt.

Desde el 13 de mayo de 2021, mi vida es un infierno terrenal. Tardé doscientos dieciséis días en volver a ver a mi pequeño, a pesar de mi implacable insistencia. Y ahora me dejan estar con él dos horas cada quince días en un antro disfrazado de punto de encuentro familiar, regentado por una gavilla de miserables que manipulan informes, mienten sistemáticamente y ocultan la verdad. Hay que ser muy ruin y tener una condición humana deplorable para que, viendo el amor y la complicidad que existe entre mi hijo y yo en cada uno de esos encuentros (y ya van treinta y tres), sigan enviado falsedades al juez que instruye el caso con el único objetivo de que no salgamos de ahí. Que un padre y un hijo como nosotros tengamos que ser condenados a vernos en tan lamentables condiciones, es una vergüenza para esta España rancia e hipócrita.

Por cierto, este tabuco tiene nombre… Punto de Encuentro Familiar Barcelona Ciudad 3.

Pero mi experiencia en tan oprobioso lugar, es otro daño colateral dentro del calvario que un hombre sufre cuando está bajo el yugo de la Ley integral de Violencia de Género. La humillación es constante y la ausencia de mi hijo, devastadora. Cada día que transcurre de esta guisa, y a fecha de hoy ya son 674, es igual de triste, igual de penoso, igual de agónico… igual de interminable. No hay diferencia entre ellos. Si no tengo a mi hijo, muero en vida. Y esto es algo que a la gente le cuesta entender porque piensan, con esa lógica popular a veces tan alejada de la realidad, que no es posible sufrir tanto y durante tanto tiempo. Pues sí, es posible, y más si secuestran a tu hijo; aunque, desgraciadamente, en esta misma situación hay hombres que no soportan tanto dolor, tanta locura ciega y tanta maldad y se quitan la vida. Una verdad más del tremendo daño que causa esta ley maldita, silenciada torticeramente por los medios de comunicación al servicio de la ideología feminista que impera en esta nación.

Yo no puedo rendirme, porque mi hijo me necesitará siempre, igual que yo a él. Cada vez que me tiran al suelo, y se cuentan por decenas, Aniol está ahí para gritarme “papi, no te rindas”, “papi, no te hundas”, “papi, sigue luchando por mí”. Y entonces este padre vuelve a ponerse en pie, con la voz de su chiquitín resonando desde lo pliegues más profundos de su ser y recordando que en algún lugar está escrito que David venció a Goliat… Todo un país y su adoctrinado sistema judicial contra mi amor por Aniol y mi fe en recuperarlo.

Mi pequeño guía mi corazón y al final volveremos a estar juntos. Y volveremos a estar juntos a pesar de los chiringuitos feministas, de las abogadas sin escrúpulos que utilizan una ley atroz para separar a padres e hijos, de la manipulación de los psicólogos, de los jueces pusilánimes, de la estulticia de los fiscales y de la indiferencia de una sociedad española conformista y aborregada.