En las últimas tres décadas, la oferta monetaria mundial ha crecido entre dos y tres veces la tasa del PIB. Esto ha ayudado a promover la financiarización de todos los rincones de la economía, contribuyendo a un enorme aumento de los niveles de deuda global, que se sitúan entre 3,5 y 10 veces el PIB, dependiendo de si se quiere incluir el valor de los activos financieros, el valor de derivados y el valor de los pasivos no financiados, como las pensiones. La deuda global es ahora 45 billones de dólares más alta que su nivel previo a la pandemia y se espera que continúe aumentando rápidamente (v. Institute of International Finance, “Global Debt Monitor”, mayo 2023). La deuda pública mundial se estima en unos 92 billones de dólares o el 100% del PIB, frente a entre el 30-40% del PIB en los años 90. Este apalancamiento crea vulnerabilidades en todas las economías porque, como estamos viendo, cualquier cambio en el coste del capital comporta importantes derivaciones. Además, los países en desarrollo deben casi el 30% de esa cifra. Estos países asignan más recursos a pagar intereses que a la salud o educación de su población (Naciones Unidas, “Los altos niveles de deuda son desastrosos e impiden el desarrollo de muchos países”, https://news.un.org/, 12 de julio de 2023).
El sistema financiero, tal y como está planteado, se parece en cierto modo a una estafa piramidal. Por eso no es de extrañar que haya quienes sostienen que el sistema financiero funciona como una suerte de esquema Ponzi gigantesco aunque permitido por ley. A este respecto, resulta de interés el artículo “Why our economy is a giant Ponzi scheme” (Moneyweek, 17 de julio de 2020), del economista Tim Lee, coautor de The Rise of Carry: The Dangerous Consequences of Volatility Suppression and the New Financial Order of Decaying Growth and Recurring Crisis (McGraw-Hill, 2020).
Para Tim Lee, las medidas implementadas por los bancos centrales y los gobiernos para apoyar sus mercados financieros y estimular sus economías han permitido que los precios de los activos de riesgo se desvinculen de las tendencias subyacentes de la economía global. Esto ha provocado que los activos financieros parezcan comportar menos riesgo de lo que realmente presentan, fomentando una acumulación excesiva de deuda. Dicho de otro modo, los bancos centrales han inflado los precios de los activos financieros creando la apariencia de rendimientos consistentes que no son genuinos porque se basan en una “riqueza falsa”, como denuncia este economista.
Los esquemas Ponzi colapsan cuando llegan a ser tan grandes que las entradas de nuevos fondos son insuficientes para financiar las salidas. Sin embargo, al intervenir el banco central, se financian las retiradas “prestando” fondos ilimitados mediante la impresión de dinero del banco central. De ese modo, como afirma Tim Lee, “en una economía Ponzi, la inversión real en la economía tenderá a ser débil porque los rendimientos no pueden competir con los rendimientos ficticios prometidos por el esquema Ponzi”. La inflación es por tanto inevitable cuando el dinero crece rápidamente por encima del potencial productivo de la economía. En esta coyuntura marcada por una economía dopada, el mercado se debate entre fuerzas opuestas: por un lado, las fuerzas deflacionarias creadas por una economía global muy débil que hasta cierto punto está congelada por la distorsión de los precios de los activos por parte de los bancos centrales, el crédito dirigido y las empresas zombis, y por otro, las fuerzas inflacionarias derivadas de la inyección masiva de dinero.
Hay que tener en cuenta que el sistema bancario opera con un sistema de reserva fraccionaria, donde sólo una parte de los fondos depositados se mantiene como reservas, mientras que la mayoría se presta a los prestatarios. Esta práctica crea inherentemente una red de interdependencias, donde son necesarios nuevos préstamos para pagar los anteriores. La banca de reserva fraccionaria plantea riesgos sistémicos al apalancar los depósitos para crear un conjunto de crédito en expansión. En tiempos de prosperidad, esta expansión fomenta el crecimiento económico, pero también construye un frágil castillo de naipes. Al fijar las tasas de interés y aplicar políticas monetarias, los bancos centrales influyen en la creación de crédito, lo que afecta directamente al sistema bancario. Las bajas tasas de interés alentaron el endeudamiento, aumentando el crédito y la expansión económica. Sin embargo, las tasas artificialmente bajas también alimentaron burbujas especulativas y un crecimiento insostenible, causando eventualmente graves repercusiones cuando la burbuja finalmente pincha.
Cuando la confianza se debilita, los bancos se exponen a una retirada repentina de depósitos, dejándolos con reservas insuficientes para cumplir con sus obligaciones. Un análisis crítico del sistema de reserva fraccionaria puede leerse en numerosos trabajos publicados en la revista Procesos de Mercado, como el de Edward W. Fuller, “The fractional reserve banking diagram” (Vol. 12, Nº 2, 2015, pp. 81-104) o el de Jorge Bueso Merino, “Modelos sencillos de depósito muestran que la reserva fraccionaria no es sostenible en el tiempo salvo aplicación de (nueva) coacción” (Vol. 14, Nº 1, 2017, pp. 289-314).
El esquema bancario actual, sus postulados e inercias crean las condiciones objetivas para las crisis bancarias, como se vio en la crisis de 2008 y se ha visto nuevamente en EE.UU. con la reciente situación atravesada por sus bancos regionales. Los gobiernos y los bancos centrales intervinieron rápidamente, proporcionando rescates financieros o promoviendo absorciones o concentraciones bancarias que en última instancia reducen dramáticamente la competencia en el sector. Estas intervenciones pueden estabilizar temporalmente el sistema, pero perpetúan el “riesgo moral” (moral hazard) al proteger a los bancos “too big too fail” de las consecuencias de sus comportamientos imprudentes. Como resultado, los bancos se ven incentivados a asumir mayores riesgos, lo que exacerba aún más la dinámica tipo Ponzi.
Asimismo, el sistema bancario tradicional ha sido testigo del auge de la banca en la sombra (shadow banking), que opera fuera del perímetro del marco regulatorio. Los bancos en la sombra representan actualmente más del 14% de los mercados financieros, y la mayor parte del crecimiento proviene de una rápida expansión de los fondos de inversión estadounidenses y los mercados de deuda privada (v. Institute of International Finance, “Global Debt Monitor”, mayo 2023). Estas instituciones realizan actividades similares a las de los bancos, como préstamos y titulizaciones, pero sin mantener el mismo nivel de reservas.
El crecimiento de la banca en la sombra introduce una complejidad adicional al sistema financiero, lo que dificulta la supervisión y control de los riesgos de manera efectiva, máxime cuando este tipo de banca constituye el canal de transmisión de la fragilidad endémica de todo el sistema, comerciando y creando mercados de instrumentos como los Collateralized Debt Obligation (CDO), CDO sintéticos y los Credit Default Swaps (CDS). Para ahondar a este respecto, resultan de interés, entre otros, los trabajos de Andrés Blancas y Manuel Gómez Lira, “El Sistema de Bancos Sombra y la Inestabilidad Financiera Internacional”, Revista Atlántica de Economía, Vol. 2, Nº 1, 2017, y el de Francisco del Olmo García, et al., “Shadow banking: una distorsión de negocio bancario”, Cuadernos de Información económica, Nº 293, 2023, pp. 43-52.
Las recientes quiebras de varios bancos regionales de EE.UU., el rescate del Credit Suisse, o la persistente debilidad de numerosos bancos europeos, son un reflejo de la inestabilidad subyacente del sistema. Lo mismo puede predicarse de la intensiva concentración de capital en unas pocas entidades de Wall Street. Black Rock, Vanguard, State Street y Fidelity suman activos cuyos principales accionistas influyen en más del 95% de las empresas que cotizan en el S&P500, lo cual se refleja a su vez en miles de empresas que emplean a decenas de millones de trabajadores en varios países y, de facto, influyendo en muchos gobiernos y en la economía global entera. Estas gestoras de fondos de inversión igualan el valor del PIB de EE.UU. y son también los principales accionistas de los máximos bancos del mercado estadounidense (JP Morgan Chase, Wells Fargo y Citibank), controlando indirectamente muchas industrias y sectores estratégicos, entre ellos, los principales grupos mediáticos, lo cual les permite manipular consumidores, presionar gobiernos y consolidar su influencia.
Como actores interconectados de la economía global, el colapso de una institución importante puede desencadenar un efecto dominó que derribe a otras entidades a su paso. Vimos esto después de la quiebra de Lehman Brothers en 2008 y es una situación que puede volver a repetirse. Al hacerse cada vez más evidentes las grietas del sistema bancario-financiero, hay un creciente clamor a favor de una reforma en profundidad de los principios que rigen las finanzas globales. ¿Son necesarios mayores requisitos de capital? ¿Será suficiente Basilea IV o hay que cambiar la gobernanza general de las autoridades monetarias y bancarias internacionales? ¿Es posible una mejor evaluación de los riesgos de crédito y operativo? ¿Resulta factible desconcentrar ciertos niveles del mercado financiero y eliminar sus oligopolios? ¿Qué hacemos con los graves conflictos de interés y mala praxis de las principales agencias de rating (Moody's, Standard and Poor's y Fitch Ratings) y auditoras de cuentas (Deloitte, PwC, EY y KPMG)? ¿Hay que endurecer más las sanciones para que sean realmente disuasivas?
¿Es la solución unas leyes más estrictas para acabar con tanta ingeniería financiera, con el riesgo moral, la banca en la sombra y los privilegios de clase que poseen ciertos estamentos de la bancocracia que usufructúan impunemente el capitalismo financiero, privatizando sus ganancias, pero socializando sus pérdidas? ¿Está la sociedad dispuesta a informarse de esta situación, mejorar su educación financiera y jurídica y exigir a sus representantes políticos reformas en la banca y las finanzas?