Sea cual sea la alternativa adoptada, a ninguna de esas reacciones la Naturaleza –que es muy sabia- exige requisito alguno porque el agredido obligatoriamente en aras de su supervivencia, cumpliendo la primera ley inmanente a todo ser vivo, no puede dejar de ofrecer alguna de ellas; aquella para la que está más dotado [aunque carezco de fuerza jamás huyo, dijo el caracol], como respuesta frente a la acción del agresor.
En nuestra “civilizada” sociedad donde hemos puesto en gran parte nuestra seguridad en manos del Estado, que a los efectos de la evitación de la tragedia al igual que en las viejas películas el “Séptimo de caballería” demasiadas veces llega tarde; nada restringe el uso de las dos primeras, en el caso de la tercera para su admisión jurídica se exige que sea legítima, y para que exista legítima defensa se precisa la existencia de una reciente agresión ilegítima sobre bienes que sean protegibles, que dicha defensa sea racional y proporcional a la agresión recibida, que haya falta de provocación por el agredido y la consciencia en sede de este que se dan los presupuestos para una legítima defensa.
En cuanto al resto nada que decir, pero la exigencia de la proporcionalidad, no cualitativamente pero si cuantitativamente parece cabal someterla con cautela a clarificación dado que delimitarla de manera negativa sobre la base de calificar la reacción defensiva como respuesta exagerada y por tanto desproporcionada es fácil; pero fijar de forma clara donde está el límite positivo, es decir hasta dónde puede llegar el agredido en la contundencia de su defensa para eliminar definitivamente el peligro, por las múltiples combinaciones de los muchos factores que intervienen, es muy complicado; y escuchar a proselitistas ideólogos de mercadillo que de manera segura, cómodamente a cubierto desde un confortable sillón exhortan y pontifican sobre ello, cuando no resulta cobarde y bochornoso; resulta absurdo, ridículo e inmoral.