Así que la reflexión “¿vale la pena seguir siendo a este precio presidente del gobierno de España” que la carta de Pedro contenía y contiene tendrá el mismo valor que una moneda de tres euros o que una moneda de madera. Sin embargo, hay otras preguntas que cobrarán, si cabe, más sentido y valor, por ejemplo:
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que en primera persona y a través de sus acólitos y palmeros agrede y persigue a diario a la prensa libre?
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que se apoya parlamentaria y políticamente en los herederos de una organización terrorista y en quienes se esfuerzan cada día por liquidar su nación?
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que difama y calumnia por sistema a jueces y magistrados independientes?
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que considera peligrosos ultras a los partidos que defienden la Constitución pero moderados y aceptables y respetables a quienes, perpetrando gravísimos delitos, la socavan?
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que considera no adversarios sino enemigos a multitud de colectivos de la sociedad civil de su nación pero comprende y promueve los postulados y las causas de quienes dentro y fuera de sus fronteras -caso de los terroristas de Hamás en Palestina- ejercen sistemáticamente la violencia?
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que, padeciendo sus ciudadanos los mayores índices de paro de Europa, se pone de brazos caídos única y exclusivamente por sus espurios intereses personales?
¿Vale la pena para un país democrático un presidente que no sólo ha aprobado los chanchullos inadmisibles y presuntos delitos de su mujer sino que ha paralizado la vida pública ante el inicio de la investigación imparcial de los referidos presuntos delitos?
Está sobradamente estudiada y ha afectado históricamente a tiranuelos de todo pelaje y encuadre ideológico la patología que hace que existan gobernantes incapaces para la empatía, incapaces de adaptarse a entornos sociales con normas preestablecidas, como las leyes, los derechos individuales o el bienestar colectivo.
¿Vale la pena para un país democrático como España padecer a un individuo (derrotado claramente por la mayoría en las últimas elecciones generales) que siga atrincherado y furioso en La Moncloa?