Economía

De Bretton Woods a la guerra comercial: paralelismos históricos entre Nixon y Trump

· Por Pablo Sanz Bayón, Profesor de Derecho Mercantil, ICADE

Pablo Sanz Bayón | Jueves 24 de abril de 2025
En la historia contemporánea de Estados Unidos, ciertos patrones se repiten con una persistencia que resulta reveladora. Dos momentos, separados por más de medio siglo, ilustran cómo la presión derivada de conflictos militares prolongados y costosos puede precipitar giros abruptos en la política económica estadounidense. El “shock de Nixon” de 1971 y el giro proteccionista de la Administración Trump reflejan reacciones paralelas a contextos de expansionismo militar y fiscal, y crisis estructurales y sociales internas. Ambos episodios revelan la forma en que el poder hegemónico intenta preservar su primacía mediante ajustes tácticos y reconfiguraciones estratégicas, muchas veces unilaterales.

El “Nixon Shock”: una ruptura del orden monetario de posguerra

Desde la Conferencia de Bretton Woods en 1944, el orden económico internacional había girado en torno a un sistema de tipos de cambio fijos anclados al dólar, el cual era convertible en oro a una tasa de 35 dólares por onza. Este sistema, diseñado para evitar la inestabilidad monetaria de entreguerras y promover la reconstrucción económica tras la Segunda Guerra Mundial, consolidó la hegemonía financiera de Estados Unidos.

Al convertirse en la única moneda respaldada por oro, el dólar asumió el papel de moneda de reserva global. Esto otorgó a Washington un inmenso poder económico y geopolítico, al estar las principales divisas -de facto- subordinadas a la política monetaria estadounidense, como expone magistralmente Barry Eichengreen, en Globalizing Capital: A History of the International Monetary System (Princeton University Press, 2008, pp. 91-100).

Sin embargo, a finales de los años 60, el modelo comenzó a resquebrajarse. El aumento del gasto público derivado de tres frentes simultáneos -la Guerra de Vietnam, la expansión del Estado de bienestar bajo el programa Great Society del presidente Lyndon B. Johnson (que amplió significativamente el gasto público en salud, educación y asistencia social), y la carrera espacial- generó desequilibrios fiscales y comerciales.

Estos factores contribuyeron a un aumento significativo de la inflación y del déficit por cuenta corriente de Estados Unidos. A medida que el país imprimía más dólares para financiar estos compromisos sin aumentar sus reservas de oro, la confianza internacional en la convertibilidad del dólar comenzó a erosionarse.

Las principales economías europeas, especialmente Francia bajo el liderazgo de Charles de Gaulle, comenzaron a cuestionar el privilegio exorbitante del dólar ("exorbitant privilege") y exigieron la conversión de sus reservas en oro. Esto aceleró la fuga del metal precioso desde Fort Knox, como describe nuevamente Eichengreen, en su obra Exorbitant Privilege (Oxford University Press, 2011, pp. 39–44).

El 15 de agosto de 1971, el presidente Richard Nixon anunció la suspensión unilateral de la convertibilidad del dólar en oro. Aunque presentada como una medida temporal, este acto desmanteló de facto el sistema de Bretton Woods y marcó el inicio de la era de tipos de cambio flotantes (U.S. Department of State, Office of Historian, “Nixon and the End of the Bretton Woods System, 1971–1973”).

Para compensar la pérdida de credibilidad del dólar como moneda respaldada por un activo tangible, la Administración Nixon negoció en 1974 un acuerdo estratégico con Arabia Saudí, principal productor de petróleo de la OPEP. Según este acuerdo, el petróleo se vendería exclusivamente en dólares. Así nació el sistema de los petrodólares, que institucionalizó una demanda constante de dólares a escala global, asegurando la continuidad de su papel como moneda de reserva pese a la ruptura con el oro. Asimismo, los excedentes de divisas obtenidos por los países exportadores se reinvertirían en activos financieros estadounidenses, particularmente en títulos del Tesoro. A esto se llamó el “reciclaje del petrodólar”, mecanismo aún vigente que es determinante para la supremacía del dólar.

Este giro, en resumen, marcó no solo un cambio estructural en la arquitectura monetaria global, sino también una redefinición de la hegemonía estadounidense: del dólar-oro al dólar-petróleo.

Estados Unidos, desde entonces exportador de deuda pública

El economista estadounidense Michael Hudson, en su influyente obra Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (1972), analiza con profundidad cómo la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro en 1971 reconfiguró el sistema financiero internacional en favor de Estados Unidos. Según Hudson, tras la ruptura del patrón oro, Washington consolidó una nueva forma de poder hegemónico basada en la exportación de deuda pública. Desde entonces, los bancos centrales extranjeros se han visto forzados a reciclar sus excedentes de divisas -resultado de sus superávits comerciales con Estados Unidos- comprando títulos del Tesoro estadounidense. Estos instrumentos financian no solo el déficit fiscal, sino también el presupuesto militar, que se ha expandido de forma constante en las últimas décadas.

Bajo este esquema, países tradicionalmente con grandes superávits, como China, Japón o Alemania, han entregado bienes, servicios y recursos a cambio de activos financieros denominados en dólares, fundamentalmente deuda pública. Hoy, como puede verificarse con los datos del Tesoro norteamericano (U.S. Treasury, Major Foreign Holders of Treasury Securities), Japón es el primer acreedor de Estados Unidos, seguido de China. Este mecanismo genera un flujo constante de capital hacia Estados Unidos, que sostiene una demanda global de su moneda sin necesidad de respaldo material como el oro.

Para Hudson, este fenómeno es una forma de imperialismo monetario, donde el dólar actúa como una "divisa obligatoria", consolidando lo que él llama una arquitectura financiera "super imperialista" en la que Estados Unidos se endeuda en su propia moneda sin enfrentar las restricciones que rigen a otras economías. Esta arquitectura es la que se fragua con la Administración Nixon, y ha permitido sostener la hegemonía estadounidense en el último medio siglo. Por eso resulta paradójico que Trump intente ahora narrar los hechos como si Estados Unidos hubiera sido víctima de una arquitectura monetaria diseñada y manipulada desde 1971 por Washington.

Muchos bancos centrales compran bonos del Tesoro no por razones especulativas o de manipulación cambiaria, sino como una estrategia defensiva para estabilizar sus tipos de cambio y preservar su competitividad internacional. Si vendieran dólares y permitieran la apreciación de sus monedas, podrían ganar poder adquisitivo, pero también verían comprometido su modelo de crecimiento basado en las exportaciones. Este dilema subraya la paradoja de un sistema global desequilibrado, donde la supremacía del dólar obliga a otros países a absorber el coste de mantenerlo como moneda de reserva.

Justamente, para preservar el déficit comercial y por ende el consumismo de la sociedad estadounidense desde los años 70, el capitalismo financiero y su economía de servicios al margen de la industria y de la productividad real, ha sido acompañado por políticas monetarias expansivas (tipos de interés bajos, expansión del crédito, emisión de deuda) que Hudson compara con una forma de conquista financiera. A través de instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, y mediante la aplicación de las políticas del “Consenso de Washington” -liberalización del comercio, austeridad fiscal, privatización y desregulación- se ha consolidado un sistema de subordinación financiera para muchos países del Sur Global. El ejemplo más paradigmático de ello lo tenemos en las políticas de ajuste estructural y privatización en Iberoamérica y África entre los años 1980 y principios de los 2000.

A diferencia de Estados Unidos, que puede mantener una economía dopada con déficits sin consecuencias inmediatas gracias a su control de la moneda de reserva internacional, estos países deben someterse a programas de ajuste estructural que agotan sus recursos naturales, desmantelan sus infraestructuras públicas y favorecen formas de extracción parasitaria de riqueza por parte del capital financiero transnacional con centro neurálgico en Wall Street.

Vietnam como catalizador económico

Nada de lo que está sucediendo puede entenderse sin ir a las causas de fondo. El trasfondo bélico de esta transformación fue crucial. La guerra de Vietnam (1955–1975), dentro del contexto de la Guerra Fría, desvió ingentes recursos hacia la maquinaria militar (Pentágono), provocando un proceso de desindustrialización incipiente en sectores de ámbito civil.

Al mismo tiempo, el país comenzó a experimentar un fenómeno económico hasta entonces desconocido: la estanflación -una combinación de estancamiento económico con inflación persistente- que desafiaba las predicciones del modelo keynesiano dominante en la posguerra. A diferencia de las recesiones tradicionales, esta situación no podía resolverse fácilmente mediante la expansión del gasto público o reducciones de tasas de interés, ya que estas medidas habrían alimentado aún más la inflación. El índice de precios al consumo aumentó en más de un 11% anual en 1974, mientras que la productividad industrial se estancaba (U.S. Bureau of Labor Statistics, “Historical Consumer Price Index Data).

El impulso de un gigantesco “complejo militar-industrial” coincidió con un aumento del déficit por cuenta corriente y con presiones inflacionarias internas que la Reserva Federal, presidida por Paul Volcker, no pudo contrarrestar sin desencadenar una “recesión de doble caída”, desde enero de 1980 hasta julio de 1980, y luego otra muy profunda desde julio de 1981 hasta noviembre de 1982. La financiarización de la economía estadounidense al calor del Reaganomics fue un golpe de efecto global que lastró su producción nacional, pero permitió finalmente debilitar y en última instancia derrotar económicamente a la Unión Soviética en los años 80, cuya economía de base industrial no pudo seguir ni emular el juego financiero que Estados Unidos efectuó.

Por este motivo, el "Nixon Shock" de 1971 debe entenderse no solo como una medida técnica para suspender la convertibilidad del dólar en oro, sino como una maniobra estratégica con profundas implicaciones geopolíticas. La medida permitió a Estados Unidos liberarse de las limitaciones impuestas por el patrón oro y adaptar la arquitectura económica internacional a un nuevo orden, primero en su zona, el bloque occidental (primer mundo) y luego tras la disolución de la URSS en 1991, engullendo amplias áreas geográficas y mercados que habían pertenecido al “segundo mundo”, en el que la supremacía del dólar -la dolarización- quedaría ya asegurada mediante otros mecanismos de desregulación y liberalismo más allá del petrodólar, bajo el paradigma de la globalización según el Consenso de Washington y la Organización Mundial del Comercio en los años 90.

Trump y la reconfiguración del proteccionismo en tiempos de guerra híbrida

Ahora la Administración Trump impulsa un nuevo paradigma económico bajo el lema “America First”, cuyo eje es el retorno al proteccionismo comercial. La guerra comercial con China, iniciada en 2018 mediante la imposición de aranceles masivos, fue presentada como una defensa de la industria estadounidense frente a lo que se percibía como competencia desleal. Sin embargo, este giro no puede entenderse aislado del contexto geopolítico y militar más amplio.

Desde 2022 hasta diciembre de 2024, Estados Unidos ha destinado 114.149 millones de dólares a Ucrania, en concepto de asistencia militar y económica a Ucrania, en el marco del conflicto con Rusia, según el Kiel Institute (Data Set Ukraine Support Tracker Data, abril 2025). Aunque el país no participa directamente con tropas sobre el terreno, el volumen de recursos movilizados recuerda a los costes indirectos que Vietnam representó en su momento (120.000 millones de dólares entre 1964 y 1973, según la BBC). A medida que el conflicto se prolonga sin un desenlace claro, y mientras Rusia consolida posiciones en el este ucraniano, crecen las voces que advierten sobre la insostenibilidad de este esfuerzo.

El impacto económico de la guerra -interrupciones en el suministro energético, inflación global, deterioro de la competitividad industrial europea- ha contribuido a debilitar la cohesión del llamado “Occidente Colectivo”, en especial entre Estados Unidos y la Unión Europea. Esta fractura estratégica evoca los dilemas que enfrentó Nixon al buscar un nuevo equilibrio entre política interna, diplomacia global y liderazgo económico.

La singularidad de Trump es que trata de frenar la decadencia occidental con políticas no dialogadas ni armonizadas con sus socios (vasallos en lo defensivo). La justificación del "Día de la Liberación" (2 de abril de 2025) se divide en básicamente en dos partes. La primera es la propia formulación: se trataría de una corrección necesaria tras décadas de mercados estadounidenses abiertos que se vieron enfrentados a aranceles extranjeros asimétricos y otras barreras que impidieron el acceso a los productos estadounidenses. Bajo esta óptica, solo una respuesta agresiva podría revertir el daño y hacer que la industria manufacturera vuelva a operar en el país. La segunda es más transaccional: los aranceles son, en última instancia, un mecanismo de recaudación de ingresos para ayudar a financiar los amplios recortes impositivos que la Administración Trump espera efectuar próximamente.

En el centro de la doctrina comercial de Trump reside la convicción de que el déficit comercial de Estados Unidos con cada socio no es solo un dato, sino un indicador de un fracaso nacional que aparentemente probaría décadas de acuerdos comerciales asimétricos, en los que Estados Unidos cedió su industria a cambio de aumentar sus márgenes empresariales y de incrementar importaciones más baratas. Es decir, lo que Estados Unidos ganó en rentabilidad para los accionistas, lo habría perdido en capacidad productiva, víctima de un régimen comercial que no tuvo en cuenta a la clase trabajadora que precisamente aglutinó el movimiento MAGA que le ha llevado a la Casa Blanca.

La Administración Trump cree que los aranceles, además de castigar a los países que han impuesto barreras comerciales injustas a los productos estadounidenses, catalizarán la reindustrialización de Estados Unidos. Aumentando los precios de importación, Trump busca deliberadamente distorsionar el cálculo coste-beneficio de la producción multinacional, impulsando a las empresas a relocalizar sus fábricas y a consolidar sus cadenas de suministro dentro de las fronteras estadounidenses. Lógicamente, Wall Street no quiere esta jugada y por eso ha respondido de la manera en que lo ha hecho al “Liberation Day”. Pero tiene su lógica si lo que Estados Unidos pretende es relanzar un capitalismo industrial y moderar el apetito de su capitalismo financiero, que, por su propia configuración histórica, ha lastrado a amplias capas sociales de determinados Estados, que son los que dieron la victoria clave a Trump en 2016 y lo volvieron a hacer en 2024.

De Kissinger a Trump: las alianzas invertidas

En 1972, el entonces asesor de seguridad nacional Henry Kissinger y luego Secretario de Estado -y uno de los principales arquitectos de la diplomacia estadounidense del siglo XX- diseñó una maniobra geopolítica sin precedentes: el histórico acercamiento a la República Popular China en plena Guerra Fría. En una visita secreta a Pekín, Kissinger preparó el terreno para la posterior llegada de Nixon, quien se reunió con Mao Zedong en un gesto diplomático que sorprendió al mundo.

Esta estrategia buscaba aprovechar la profunda brecha ideológica y estratégica entre China y la Unión Soviética -especialmente tras los enfrentamientos fronterizos de 1969 y la ruptura del movimiento comunista internacional- con el fin de reconfigurar el equilibrio bipolar de la Guerra Fría a favor de Washington. Este realineamiento fue un golpe maestro: al dividir al bloque comunista, Estados Unidos no solo debilitó a su principal rival, la Unión Soviética, sino que también comenzó a integrar gradualmente a China en el sistema internacional liderado por Occidente. Esto lo cuenta con todo grado de detalles Kissinger en su libro On China (2011).

Sin embargo, las cosas no se desarrollaron como el plan que el hegemón había trazado. China y Estados Unidos integraron muchas de sus políticas económicas y se hicieron interdependientes, pero el crecimiento económico chino no llevó a que paulatinamente se efectuaran un conjunto de cambios políticos en Pekín al gusto de Occidente. Al mismo tiempo, el Partido Comunista chino supo tejer una agenda propia para modernizar su economía y sociedad, con un impulso desarrollista sin precedentes en la historia moderna combinado con la preservación de su poder político. Paralelamente, la Rusia hundida de Yeltsin daba paso a una nueva Rusia con el liderazgo de Putin que a comienzos de los años 2000 despega con una política soberana y una economía renovada, abandonando el guion que la habían escrito desde fuera.

Casi medio siglo después, Donald Trump intenta aplicar una lógica inversa a la empleada por Kissinger, que a pesar de las críticas que ha recibido tiene una base realista y pragmática: busca una aproximación estratégica con Rusia para contener a una China ya convertida en una gran potencia económica y tecnológica. La visión de Trump parte de la premisa de que China, y no Rusia, constituye la principal amenaza a la hegemonía global de Estados Unidos, especialmente tras el auge de empresas como Huawei, el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative) y el avance de la inteligencia artificial y la 5G en el país asiático.

Sin embargo, esta política podría tropezar con una realidad mundial que ya es muy distinta a la de los años 70. A diferencia de la desconfianza mutua que caracterizaba las relaciones sino-soviéticas durante la Guerra Fría, en la actualidad China y Rusia han tejido una alianza estratégica cada vez más sólida. Desde 2014, tras la anexión de Crimea y las sanciones occidentales, Moscú ha girado hacia Pekín en busca de apoyo económico y diplomático. Este acercamiento se ha traducido en acuerdos energéticos multimillonarios (como el proyecto del gasoducto Power of Siberia), cooperación tecnológica (incluyendo desarrollo conjunto de chips y redes de comunicación) y maniobras militares conjuntas, como las efectuadas en el mar de China Meridional y el Ártico. Estas claves ya eran explicadas por Alexander Gabuev, en su trabajo “Why Russia and China Are Strengthening Ties”, en la revista Foreign Affairs (septiembre, 2018): “Ambos regímenes valoran la estabilidad, la previsibilidad y la preservación de su control del poder por encima de todo. Y ambos países, como miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, comparten el deseo de configurar el orden internacional de forma que priorice la soberanía y los límites a la injerencia extranjera en los asuntos internos”.

En este nuevo contexto, la relación entre Xi Jinping y Vladimir Putin se presenta como un eje estable de contrapeso al orden liberal occidental. Lejos de poder explotar divisiones, como lo hizo Kissinger durante la Guerra Fría, Washington se enfrenta ahora a un contexto multipolar protagonizado por una red de instituciones y entes entrelazados como los BRICS, la Organización de Cooperación de Shanghái, la ASEAN, Mercosur, la CEI, la Unión Económica Euroasiática, la Unión Africana o el Consejo de Cooperación del Golfo, que limitan de facto las posibilidades de dividir al bloque ruso-chino. Esta cohesión estratégica ha dejado poco margen para estrategias como las que definieron la diplomacia estadounidense de los años 70.

¿Un nuevo repliegue estratégico? De la vietnamización a la reorientación indo-pacífica

Las recientes decisiones de Estados Unidos tendentes a reducir su presencia militar en países estratégicos como Polonia y Grecia, y de transferir progresivamente funciones logísticas y defensivas a sus aliados europeos, evocan una estrategia ya utilizada durante la guerra de Vietnam: la llamada “vietnamización”, promovida por la Administración Nixon a comienzos de los 70. En aquel momento, la idea consistía en retirar tropas estadounidenses de manera gradual mientras se fortalecía a los aliados locales para que asumieran el coste militar del conflicto.

Del mismo modo, la actual política de “compartir de cargas” en Europa se presenta como un verdadero desafío para Bruselas y para casi todos los gobiernos europeos con respecto a sus compromisos con la OTAN, aunque en realidad responde también al deseo de reducir compromisos globales y redistribuir recursos hacia otras regiones más prioritarias para la estrategia estadounidense.

Ese nuevo foco estratégico está claramente orientado hacia el Indo-Pacífico, donde China es percibida como el principal competidor sistémico de Estados Unidos en el siglo XXI. Este giro comenzó con la política de “Pivot to Asia” de Barack Obama, se intensificó bajo la primera Administración Trump -quien abiertamente calificó a China como rival estratégico en su Estrategia de Seguridad Nacional de 2017- y continuó con Biden, quién fortaleció alianzas como el Quad (EE.UU., Japón, India y Australia) e impulsó el pacto de seguridad AUKUS (con Reino Unido y Australia).

En paralelo, los recientes guiños diplomáticos de Trump hacia Moscú, incluidos sus esfuerzos por restablecer relaciones personales con Putin y su escepticismo ante las sanciones europeas, reflejan un intento de normalización bilateral al margen de la UE y la OTAN. Aunque estas maniobras no se traduzcan en una política coherente, sí ponen de relieve una creciente fisura en la estrategia transatlántica tradicional, que durante décadas se había basado en el consenso entre Washington y sus vasallos europeos frente a Moscú.

Este conjunto de señales podría interpretarse como el preludio de un realineamiento global más profundo, donde la primacía atlántica cede espacio ante un orden multipolar con varios ejes. Esto quizá explica la renovación de la Doctrina Monroe que está lanzando la Casa Blanca, en un intento de asegurar la dominación continental de toda América (Canal de Panamá, Golfo de México -ahora de “América”; Canadá, y también Groenlandia y por tanto su región correspondiente del Ártico; y con la Argentina de Milei, como cabeza de puente hacia la Antártida).

Las tensiones dentro de la OTAN, la zozobra del multilateralismo y la consolidación de alianzas alternativas -como la de China con Rusia- configuran un escenario en el que el liderazgo estadounidense ya no puede darse por sentado, y donde los equilibrios geoestratégicos están siendo profundamente redefinidos.

Lecciones de un imperio declinante

Tanto Nixon como Trump afrontaron el dilema fundamental de toda potencia hegemónica: cómo mantener un orden global favorable a sus intereses cuando los recursos internos no alcanzan para sostenerlo. En ambos casos, la combinación de guerra, déficit y crisis de confianza condujo a decisiones drásticas -la desvinculación del oro, el proteccionismo arancelario, la reconfiguración de alianzas-, que alteraron el equilibrio internacional.

En un mundo cada vez más multipolar, con China como actor económico central y con una Rusia resiliente pese a las sanciones, las soluciones del pasado parecen menos efectivas. La historia sugiere que los costes para Estados Unidos que representan un despliegue militar para seguir actuando de policía mundial no pueden eludirse indefinidamente, y que los ajustes, aunque dolorosos, son inevitables, tanto para el todavía hegemón, como para todos.

Como en 1971, la capacidad de Estados Unidos para reinventarse en la primera parte del mandato de Trump antes de las midterms (2025-2026) dependerá no solo de sus decisiones económicas, sino también de su habilidad para reconfigurar su papel en un sistema internacional más competitivo, interdependiente y menos dispuesto a aceptar su liderazgo sin condiciones.

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