Desde que Sudán del Sur alcanzó su libertad nacional, todo ha sido tan predecible como errático. Predecible porque el futuro del país y de sus doce millones de habitantes quedó en las peores manos: las de Salva Kiir –de la etnia de los Dinka– y las de Riek Machar –de ascendencia Nuer–; y errático porque la “hoja de ruta” política de estos atávicos (pero pragmáticos) enemigos ha estado marcada por una incesante lucha por el poder y el control de los recursos petroleros del país, en la que no han dudado en instigar el enfrentamiento étnico para alcanzar sus objetivos.
En diciembre de 2013, ambos tensaron su rivalidad política hasta el límite –entre acusaciones mutuas de usurpación ilícita del poder– y la capital Juba se convirtió en un sangriento polvorín que, en pocos días, detonó con violencia y extendió el miedo por todo el país. Hoy, tras numerosos acuerdos fallidos de paz, la situación continúa en punto muerto: el presidente Kiir sigue aferrado a la presidencia del país con falsas proclamas de paz y reconciliación, mientras que el ex vicepresidente Machar exhorta a sus secuaces –desde su dorado refugio en Sudáfrica– a continuar con la lucha armada hasta la destrucción final del pretendido enemigo. Al tiempo, y como quien clama en el desierto, una impotente comunidad internacional exige el final de una guerra que, según Naciones Unidas, puede desembocar en genocidio.
Las consecuencias de más de tres años de esta guerra generalizada y sin cuartel son alarmantes, pero –inexplicablemente– no parecen suficientes para invocar una respuesta más firme y consensuada dentro y fuera de África. Más de 50.000 muertos, según el balance más benévolo; 2 millones de sursudaneses vagando dentro de las fronteras nacionales en busca de la supervivencia; y otros tantos considerando la huida del país como única vía para escapar de la muerte y la destrucción. Por si no fuese suficiente, la guerra produjo hambrunas y estas se convirtieron en motivo de guerra; y las secuelas de esta macabra espiral son tan trágicas como palpables en el terreno: más de 100.000 muertos por inanición y 5,5 millones de sursudaneses necesitados de ayuda humanitaria de forma urgente.
Ante esta catástrofe humana, todo que lamentar y nada por celebrar, pues una independencia nacional nunca trajo tanta muerte y desolación. Como sociedad internacional, no deberíamos hacer oídos sordos cuando en un lugar del mundo –por muy lejos que nos parezca de nuestra conciencia colectiva– la infamia del poder sepulta la esperanza de un pueblo que solo ansía un futuro en paz, libertad y progreso.