No obstante, pese a semejante lavado de cara e intento de acercamiento a un público rejuvenecido, Caballero ha sabido mantener la esencia de la creación chejoviana para que lo visto en escena, como él mismo insiste, siga siendo Chéjov. Y buena prueba de ello es lo excepcionalmente que el montaje refleja el trascendental cambio que estaba experimentando la sociedad rusa del momento y, sobre todo, esa tan profunda como sugerente reflexión sobre la vida, el paso del tiempo y sus consecuencias que, por encima de cambios sociales, se constituye como la verdadera base de este magistral texto dramático.
En cuanto a lo más novedoso, hay que resaltar la escenografía propuesta, que apuesta por un acusado y efectivo minimalismo, despojando a la escena del esperado mobiliario clásico (cabe recordar en el extremo opuesto aquella exitosa y lejana versión del Estudio 1 de Televisión Española) y utilizando una representación de la estancia a modo de casa de muñecas en un recurso arriesgado pero que acaba funcionando bien, creando cierto ambiente de ensoñación y premeditada confusión entre lo real y lo irreal.
Pese a todos los cambios, El jardín de los cerezos sigue siendo, ante todo, una gran obra de personajes y, sobre todo también, de dos perfiles antagonistas: el de Lyubov Andreyevna (Carmen Machi) y el de Lopahim (Nelson Dante), aristócrata venida a menos la primera y descendiente de siervos venido arriba el segundo. Ambos caracteres (magníficas interpretaciones las dos) configuran un espléndido dibujo de los profundos cambios que se estaban experimentando en la sociedad rusa, el declive de antigua aristocracia y el enriquecimiento de quienes provenían de las clases bajas o, en palabras del viejo sirviente, de lo que fue la emancipación de los siervos.
Pero en Chéjov las cosas no son nunca tan sencillas, y si la contraposición entre Lyubov y Lopahim es el síntoma más claro de lo que en Rusia está cambiando, hay otros personajes en esta obra coral que cumplen también una destacada función, como es el caso del eterno estudiante, que ejemplifica los ideales comunistas de un personaje tan seguro de sí mismo que afirma sin tapujos estar incluso – tal es su osadía - por encima del amor. Amor que es - respondiendo a esa característica tan propia de Chéjov de saber subrayar aquello de lo que en realidad no se habla – asunto presente en toda la obra precisamente por su falta de presencia, ya que ninguno de los personajes que parecen buscarlo con mayor o menor ahínco acaban por encontrarlo.
En cuanto a la apuesta decidida por acentuar el tono de comedia, Caballero sabe ser comedido durante la mayor parte de la obra aprovechando la siempre segura vis cómica de una Carmen Machi sobrada de registros. Y tal vez, solo tal vez, se desate es exceso la comicidad en la arriesgada escena del karaoke, cuando pone a los personajes a cantar al ritmo del “I want to break free” de Queen.
Pero aún entonces, y con permiso del bueno de Freddie Mercury, esto sigue siendo, sobre todo, Chéjov.
El Jardín de los cerezos
De Anton Chéjov
Versión y dirección de Ernesto Caballero
Del 8 de febrero al 31 de marzo
Teatro Valle Inclán de Madrid
Centro Dramático Nacional (CDN)