UN MIRADOR PARA LA NAVIDAD
Mi tía-abuela Luz Marina, que era todo alegría en la fiesta, coleccionaba las sonrisas de todos nosotros. A través de sus anteojos, yo veía la vida en un cuento. Eran los cuentos que ella traía cada año escritos en un papel arrugado. Y aquellos cuentos, aquellas historias, las he guardado en mi alma, y creo que ahí seguirán durante toda la vida.
Muchos años he pasado la Navidad en Santander. Muchos años soñando y escribiendo con la misma pluma y en la misma mesa, sentado frente al mirador por el que entra una luz sureña, limpia y luminosa, que me llena de serenidad. Mi mirador es como un cuadro que, continuamente, cambia de paisaje, porque a través de él puedo ver toda la ciudad y el mar. Inquieto y silencioso a veces, pero siempre activo.
Es una vista preciosa. Casas antiguas con miradores, el colegio Menéndez y Pelayo, el convento de las Siervas, balcones enrejados y tejados húmedamente viejos que dejan adivinar la estrechez de sus cuestas, ventanucas pequeñas, diminutas, que hacen sentir e imaginar a aquellas personas que tras de ellas vivieron en tiempos pasados. Es primoroso, al fondo de la cuesta, el campanario de los Carmelitas. Y el de Santa Lucía -nuestra familiar e histórica parroquia- vigilado en este momento por una luna temprana, blanca y brillante. También puedo ver el reloj de sol que hay en la fachada de una antigua y señorial casa. Bueno, me fijé en él hace tiempo. Me pregunto quién lo construyó y cuántas personas lo habrán mirado.
Anochece pronto en este mes de diciembre. Las luces de Navidad del gran árbol imaginado que adorna la plaza del Ayuntamiento, proyectan sus reflejos hacia el cielo, confundiéndose con alguna de las estrellas que ya se dejan ver en el comienzo de la noche.
Mi mirador se encara con la plazuela de Pombo. Estoy tan cerca de ella que, en horas punta, puedo escuchar la algarabía de los críos -¿serán los ecos de las risas y los gritos de mi abuela, de mi madre, de yo mismo y de mi hija cuando jugábamos allí?- que choca con las voces agudas de mis vecinos mayores, conversando en los bancos o en los soportales de los arcos de Botín.
En tardes lluviosas del cantábrico invierno, esos vecinos me contaron sus historias. Historias llenas de secretos y algunas olvidadas que murieron con ellos. También me contaron sus días felices ¡Aquellas Navidades!, sus guisos, sus recetas, cánticos y villancicos.
Todos ellos forman parte del cuadro del mirador. Por eso, este año mi cuento será un encuentro con todos ellos, con la misma ciudad, con los mismos amigos, con los personajes, de antaño y de hogaño, y con sus vivencias, que, al fin y al cabo, son las mías. A todos los sacaré del sueño de sus vidas, reales o imaginadas, para que me acompañen en esta Navidad. Una Navidad intensa en la que todos seremos personajes.
Una Navidad en la que recordaremos, de nuevo, el nacimiento del Niño Dios y dejaremos en el olvido nuestros problemas para, llenos de optimismo y esperanza, repetir las palabras de aquellos tres sabios de Oriente, nuestros entrañables Reyes Magos: “El temor del Señor es el principio de la sabiduría”.