El primer punto es que la pandemia y la subsiguiente crisis total que se está fraguando ha quitado de golpe toda la hojarasca de palabrería y espejismos de la política española. La endeble argamasa de la economía nacional hace ya tambalear gravemente a toda la arquitectura organizativa e institucional. Se va a poner de manifiesto muy rápidamente la inviabilidad y colapso estructural del mastodóntico Estado que se toleró construir, por acción u omisión. Esto ha despertado de la irrealidad virtual a muchos dormitaban plácidamente.
La tentación de la pseudopolítica española hasta hace apenas unos días había sido la de hacer discursos artificiosos en los que se prometía el gasto social sin contemplar adecuadamente el modo de sostenerlo por medio de los ingresos. El resultado fue un masivo y continuado endeudamiento del Estado, esto es, la sujeción de la economía nacional a la economía financiera global. En una coyuntura como la que ha acontecido por causa de fuerza mayor, esto significa no tener apenas margen de maniobra y ser más vulnerables a los terremotos que en el contexto internacional puedan producirse a partir de ahora. Por el contrario, con unas finanzas públicas saneadas ahora podríamos haber tenido un colchón de seguridad con los que amortiguar parcialmente las próximas dificultades.
Hasta la primera semana de marzo de este año, la tentación de buena parte de la sociedad española había sido la seguir comprando discursos políticos huecos y arteros, que no respondían a la realidad productiva de la población ni a sus potencialidades económicas. Esta tentación alcanzó un paroxismo extraordinario. Los grandes partidos políticos y sus redes clientelares, también muchos colectivos sociales (patronal y sindicatos incluidos) y por supuesto los grandes medios de comunicación oficialistas -adictos al presupuesto público-, renunciaron a hacer un análisis económico riguroso y preciso. Abundaron, por el contrario, discursos panfletarios, soflamas “bienpensantes” que entendían el Estado de Bienestar como un surtidor de maná celestial, con el que se podían diseñar derechos sociales infinitos y abstractos que parecían no necesitar de una contrapartida financiera, como si la redistribución de recursos no significara la premisa lógica de su generación primera. El pensamiento único y lo políticamente correcto se han resquebrajado irreparablemente cuando amenaza la ruina y llegan los números rojos.
Desde los púlpitos del sistema político se prometieron blindajes y ampliaciones de derechos sociales, ayudas, becas, pensiones, subsidios, subvenciones, salarios públicos y un largo etcétera. Sin embargo, se hablaba muy poco de cómo dar contrapartida adecuada a tales derechos y prestaciones, es decir, en cómo mejorar la productividad y competitividad de las empresas nacionales para que obtuviesen más beneficios y por tanto tributasen con bases liquidables más cuantiosas, crearan más empleo y pudieran desarrollar correctamente sus inversiones, con la seguridad jurídica necesaria para ello. La mayoría de los votantes, incluidos los contribuyentes netos más ingenuos, se quedaban con la primera parte de la melodía, engatusados con la dulce lírica de los portavoces del Estado asistencial y providencial, sin reparar en que éste sólo era posible, en todo caso, si había una estructura económica, productiva, tecnológica e industrial que posibilitara la realización de las promesas. La crisis de la pandemia del coronavirus en España no hace sino detonar el castillo de naipes, todo el andamiaje de ficciones, todo el enmascaramiento de las vergüenzas de un sistema político y administrativo clientelar dedicado a la compra indirecta de votos, favores y voluntades a cambio de ilusiones fatuas prefabricadas a la medida de unos grupos sociales seducidos por la telerrealidad de los espejismos.
El segundo punto del análisis pasa obligatoriamente por constatar nuevamente que el desajuste entre el gasto del Sector Público (presupuestados con exactitud) y los ingresos públicos (previstos, pero inciertos hasta su efectiva recaudación) generaron un déficit excesivo y sistemático que se acumuló anualmente en la deuda pública. Esto significa que la sociedad española se acostumbró a vivir por encima de sus posibilidades, fijando un estándar de funcionamiento del Estado que no se podía pagar por sí misma, recurriendo como solución a los mercados financieros para sostener ese desfase. Acreedores externos que hicieron y hacen negocio con el desequilibrio presupuestario del Estado. De allí la retroalimentación existente entre unos poderes públicos manirrotos y los fondos de inversión especulativos de deuda estatal. Olvidamos imprudentemente que el capitalismo financiero conjuga su estrategia sobre el estatismo socialdemócrata desaforado de la partitocracia.
Adicionalmente, la expansión monetaria experimentada por la Eurozona en los últimos lustros permitió crear una inmensa liquidez dineraria con la que se pudieron refinanciar y devaluar las deudas contraídas para seguir huyendo hacia adelante. Políticos y banqueros se ayudaron mutuamente para que la fiesta estatal-bancocrática continuara. Este pacto se ratificó en las urnas por el electorado español de forma consecutiva y sistemática, como se corroboró con la socialización de las pérdidas de la mitad del sistema financiero, el constituido por las extintas y malogradas cajas de ahorro, que habían devenido en auténticos chiringuitos crediticios de los caciques autonómicos al servicio de sus redes clientelares. Sin la política del Banco Central Europeo no hubiera habido ese rescate masivo a través de un préstamo garantizado con el aval de los contribuyentes españoles porque la deuda pública era y sería incomprable. Lo que hicieron las autoridades bancarias europeas fue crear un mercado no competitivo de deuda pública con el que rescatar artificialmente a algunos países, entre ellos, España. Este sistema se conservará más tiempo seguramente, para paliar los efectos económicos de la nueva crisis pero no está claro que vaya a ser suficiente.
En definitiva, la situación a la que se dirige nuestro país en este insólito contexto demuestra que la política, secuestrada por una partitocracia, no debió hacerse en contra de la realidad empírica de la economía ni de los más elementales principios éticos de prudencia y responsabilidad pública. Han tenido que venir circunstancias excepcionales, una causa de fuerza mayor de extraordinaria dimensión, para poner de manifiesto la descomunal fragilidad de la economía española y el patetismo de sus escenografías y coreografías políticas. Tenemos que aprender mucho como sociedad democrática, empezando por razonar conjuntamente sobre lo que está pasando y examinar críticamente de dónde veníamos.
Un electorado íntegro, maduro y cabal sólo debería haber aceptado promesas políticas que pudieran cumplirse y que no pusieran en peligro el patrimonio común del país, cuyo control es lo que determina la soberanía nacional y la independencia en la política exterior. Un proyecto político sin la comprensión de las bases de la economía, como el que se forjó con el modelo del Régimen del 78 y sus últimos coletazos demagógicos, está abocado al más absoluto fracaso, como va a poner de manifiesto inmediatamente la nueva crisis en la que ya estamos instalados. La regeneración socioeconómica de España pasa por erradicar las tentaciones populistas e instrumentar rápidamente medidas que impidan a los políticos jugar otra vez con nuestra psique colectiva y con nuestro dañado patrimonio propio y común. La pandemia ha sido la chispa que ha disparado un colapso económico, pero en España han entrado en juego otras muchas variables y factores que no podemos ni debemos pasar por alto, porque sería hacernos trampas al solitario.