Análisis y Opinión

¿Por qué la Unión Europea no es una superpotencia mundial?

EN MATERIA DE DEFENSA, UN CERO A LA IZQUIERDA

· Por Pablo Sanz Bayón, Profesor de Derecho Mercantil, Facultad de Derecho – ICADE, Universidad Pontificia Comillas

Sábado 23 de mayo de 2020
La situación de la UE no puede entenderse sin la influencia de EEUU en el conteniente europeo. Tampoco sin considerar en la ecuación el inmenso poder e influjo de los poderes financieros angloamericanos y su control efectivo de los principales mercados energéticos y tecnológicos mundiales y europeos. Tras la segunda guerra mundial, la política monetaria y financiera expansiva estadounidense ha permitido financiar su complejo militar-industrial, la instalación de bases por toda la geografía mundial y el despliegue de sus flotas en todos los océanos. La incapacidad financiera de la URSS para seguir y sostener el ritmo de la carrera armamentística la hizo finalmente claudicar en 1989 y perder su influencia sobre gran parte de Europa del Este.

Desde entonces, la UE no ha sabido aprovechar adecuadamente la baza que supone tener la segunda divisa de reserva mundial. El dólar representa alrededor del 60% de las reservas globales y el euro el 20%. De no haber sido por los impedimentos creados por EEUU, el euro podría haberse convertido en una palanca hacia la multipolaridad y equilibrio en las relaciones internacionales. La inexistencia de criterios autónomos y la falta de una visión geoestratégica unitaria a largo plazo en Bruselas y Frankfurt lo ha hecho imposible, incluso teniendo aliados estables dentro de los países exportadores de petróleo.

La incapacidad europea para dar este salto geopolítico no es nueva. A finales de los 50, cuando estaba echando a andar la Comunidad Económica Europea (CEE) con el Mercado Común, ésta ya carecía de las capacidades suficientes para la construcción de un sistema monetario alternativo. En aquel contexto, el franco estaba perdiendo penetración mundial a medida que se definía la descomposición del viejo imperio colonial francés. La gestión de la desastrosa descolonización francesa no era ciertamente la mejor coyuntura sobre la que levantar un sistema monetario para Europa sobre su propia divisa. En este sentido, el “mayo del 68” fue una expresión de la profunda crisis socioeconómica que atravesaba Francia.

En cuanto a Alemania, era en verdad una dupla de dos países, divididos por una frontera artificial que separaba mundos antagónicos. La República Federal Alemana era además el paradigma de Estado subordinado y rescatado financieramente por EEUU. Su Bundesbank, en la buena lógica de su experiencia histórica, no podía ser partidario de convertir al marco en divisa internacional y generar con ella unas elevadas entradas de capital extranjero que pudieran causar efectos inflacionistas sobre su economía.

En el caso de Reino Unido, no entraría en la CEE hasta 1973. Factores como la debilidad de su situación económica, la gestión de su declive postimperial, así como por su fuerte nexo atlántico, no hacían factible la operación convertir a la libra esterlina en una divisa con capacidad de retar al dólar. Hay que recordar que la libra había sido la principal moneda de reserva durante la mayor parte del siglo XIX y parte del XX, habiendo estado respaldada inicialmente en oro. Este respaldo terminó al finalizar la primera guerra mundial.

Más allá de Europa, en el extremo Oriente, Japón estaba experimentando un crecimiento económico extraordinario en aquel periodo, tras más de dos décadas de reconstrucción e industrialización. Pero este crecimiento se debía fundamentalmente a la exportación, por lo que el yen debía mantenerse barato y no podía jugar ese rol de divisa internacional. Además, su repliegue en el ámbito político respondía a la incidencia de la estigmatización tras su derrota en la guerra mundial y su posterior subordinación ante la ocupación militar de EEUU. De hecho, hoy en día todavía permanecen tropas estadounidenses en suelo japonés (50.000 efectivos aproximadamente), aunque se haya convenido afirmar públicamente que no están en calidad de fuerzas de ocupación.

La icónica caída del muro de Berlín y la posterior desmembración de la URSS fueron el resultado de no haber previsto desde Moscú un sistema monetario fiduciario que pudiera crear y distribuir crédito a gran escala entre su tejido empresarial y su población. Ello le impidió sustentar el consumo e impulsar el desarrollo industrial y militar en toda su órbita de influencia. El desplome soviético permitió a EEUU y a sus aliados occidentales avanzar sin obstáculos en su agenda de dominación mundial, en todos los continentes, durante la década de los 90 hasta 2008.

Desaparecido el “Segundo Mundo” (derrumbe de la URSS), el “Primero” (“Occidente”) tomaría el control del “Tercero” -falazmente descolonizado-, mientras el proyecto europeísta conseguiría ampliarse, primero con la reunificación de Alemania (1990) y luego con la integración en la UE de doce países de la Europa oriental (en 2004 y 2007), evitando así que pudieran caer bajo la órbita de la nueva Rusia. La UE venía a ser de ese modo el principal socio de EEUU, una entidad supeditada a sus intereses geoestratégicos.

La UE, ya desde su propia fundación con el Tratado de Roma (1957), sería tutelada y diseñada con importantes deficiencias estructurales, cuidadosamente previstas y programadas desde Washington. La Unión Monetaria no se ha basado ni opera con un patrón oro ni con otro estándar que no sea indirectamente el dólar estadounidense. El euro se planteó sobre el marco de una Alemania reunificada cuyo déficit original se financió previamente por el resto de los países miembros. Como consecuencia de la crisis de 2008, además del control de la inflación mediante los tipos de interés, el Banco Central Europeo ha ido ampliando sus facultades, aplicando una política monetaria no convencional consistente en un programa de compras masivas de deuda pública, pero sin que previamente se hubieran armonizado las políticas fiscales.

La crisis de 2008, originada en EEUU, contaminó muy rápidamente los mercados europeos, sobre todo los del sur de Europa, que, como el español habían sido desindustrializados anteriormente como condición de acceso al club europeo en 1986. El inmenso impacto de esta crisis en las economías del sur de Europa y en las cuentas públicas no se puede entender sin el proceso de incorporación al mercado común y las políticas de reconversión industrial que se ejecutaron a finales de los 80 y durante la década de los 90. En aquel arco temporal se implementaron progresivamente las políticas de privatización y liberalización de los sectores estratégicos (energía, transporte, telecomunicaciones). La “terciarización” de las economías del sur de Europa (sobre la base de la hostelería y restauración) hace a sus empresas muy dependientes de los países del norte y de la volatilidad de la demanda internacional. Todo ello conduce a una precarización social por la falta de un empleo estable y una economía sin servicios de alto valor añadido.

La imposibilidad de reactivar las economías europeas más débiles en los primeros años de la poscrisis financiera (2008-2012) determinó el rescate e intervención directa de los Estados más vulnerables (los llamados “PIGS”), a fin de salvar la eurozona y el mercado interior. La desposesión de la soberanía monetaria desde la adopción del euro provocó además que los únicos instrumentos prácticos para la recuperación económica pasaran por préstamos internacionales y la compra masiva de deuda púbica, condicionados, a nivel macroeconómico, a medidas de ajuste y recorte de gasto público y a devaluaciones salariales en el mercado de trabajo. Tales medidas sumieron a sus respectivas poblaciones en una precarización social sin precedentes, pero devolvieron cierta confianza a sus acreedores internacionales. El paradigma de la imposición de esta ortodoxia germánica fue Grecia, aunque en su cataclismo financiero también contribuyeron sus propias trampas contables practicadas por sus políticos y redes clientelares desde el ingreso del país helénico en el club europeísta. Lo mismo puede decirse de España y Portugal, países que revisando sus desequilibrios estructurales dudosamente deberían haber sido admitidos en el euro.

En 2015, dentro de un nuevo contexto de expansión cuantitativa y crediticia mundial, el BCE puso en marcha políticas monetarias no convencionales como la compra masiva de deuda soberana de los Estados miembros en dificultades. Esto permitió evitar la insolvencia e insostenibilidad de las economías europeas más desequilibradas. Desde entonces y hasta el actual marco determinado por la pandemia de 2020, la débil estabilidad del proyecto eurocrático fue posible gracias a un modelo que ha permitido a su tecnocracia salvar la tendencia autodestructiva del euro pero a costa de una creciente pérdida de credibilidad y apoyo en las diversas sociedades europeas, tanto las del norte (ahorradoras) como las del sur (deudoras). Nacionalismo y populismo están de regreso en Europa.

Por otra parte, en conexión con la debilidad económica, es necesario recordar que la UE carece de importantes recursos naturales en casi toda su extensión geofísica. Esto hace que su mercado interior esté falto de un sector energético fuerte y autónomo. Los principales suministros de combustible fósil provienen de EEUU, Oriente Medio o del norte de África. La debilidad de Alemania en materia energética explica la razón del proyecto Nord Stream 2, gaseoducto submarino que conecta Rusia con la nación teutona y que ha despertado fuertes suspicacias por parte de EEUU, que pretende aplicar sanciones a las empresas que participan en su construcción, por tratarse de un proyecto que amenaza a la “seguridad europea”. EEUU trata de erigirse de este modo en portavoz de los verdaderos intereses geoestratégicos de Europa, por encima de la propia Alemania.

Adicionalmente, la UE carece de una sólida política de defensa, comenzando por la inexistencia de un ejército europeo común. La OTAN parece cumplir con esa misión histórica, pero obviamente ello significa externalizar esta función a EEUU, que a la postre es la gran potencia que dirige y financia su seguridad en mayor parte. Esto hace que, en la práctica, la defensa militar de Europa esté a cargo de una potencia no europea. De hecho, Trump exigió a sus socios europeos elevar su gasto militar hasta el 2% del PIB nacional (porcentaje que sólo cumplen otros cuatro países de la Alianza Atlántica), para compartir proporcionalmente las aportaciones a la propia defensa del continente, teniendo en cuenta que EEUU dedica el 3,6% de su PIB a la OTAN.

Merece la pena recordar que en el contexto de la cumbre de la OTAN de julio de 2018 el presidente de EEUU escribió en Twitter: "¿Qué tiene de bueno la OTAN si Alemania está pagando miles de millones de dólares a Rusia por el gas y la energía? ¿Por qué solo 5 de 29 países han cumplido sus compromisos? Estados Unidos está pagando la protección a Europa y luego pierde miles de millones en comercio. Deben pagar el 2% del PIB inmediatamente, no en 2025". Este tweet describe la proverbial torpeza europea de externalizar su defensa a EEUU, creyendo que podría conservar al mismo tiempo un rol relevante en la geopolítica mundial. Sin un ejército común ni un suministro de energía asegurado independientemente de EEUU, la fortaleza de su mercado interior, de la Eurozona y su política monetaria se convierten en puras entelequias.