Análisis y Opinión

Ramiro de Maeztu, nuestro comtemporáneo

ASESINADO EN ARAVACA DURANTE LA GUERRA CIVIL

· Por Pedro Carlos González Cuevas

Lunes 07 de diciembre de 2020
Hace ya algunos años, el filósofo y científico belga Jean Bricmont, conocido por sus críticas al posmodernismo, alertaba de la aparición de una nueva tendencia política que denominaba “gauche moral”. Según Bricmont, era el producto de los fracasos históricos del socialismo real y de la crisis de la socialdemocracia. Suponía el abandono de los proyectos tradicionales de transformación social, centrando su interés en la reivindicación de las minorías –homosexuales, LGTBI, emigrantes- y en temas como la memoria histórica, la lucha por el pasado o el antifascismo. Todo lo cual llevaba, en opinión del autor, a la tiranía de lo políticamente correcto y a la instauración de una “República de censores”. En ese sentido, una de las armas de la “gauche moral” era el recurso al sentimentalismo, una deliberada manipulación de los sentimientos. Algo que resulta evidente en su recurso a las llamadas políticas de memoria.

Desde esta perspectiva, viene a definirse toda la historia de la Humanidad como una lucha entre víctimas y verdugos, oprimidos y opresores, el Bien y el Mal. Lo cual tiene como consecuencia privar al conjunto de la población –y en particular a las nuevas generaciones- de la posibilidad de desarrollar el sentido de la proporción, sin el cual la información no es más que una forma superior de ignorancia. Sin duda, el primer representante español de la “gauche moral” fue José Luis Rodríguez Zapatero. Desde el principio, su estrategia política estuvo muy clara: sentimentalismo y memoria histórica contra las derechas.

Durante casi veinte años, la sociedad española ha sido sometida, a través de los medios de comunicación, la literatura, el teatro, el cine y la historiografía a un claro proceso de sentimentalización política, por parte de una izquierda intelectual afecta a los postulados de la “gauche moral”. Novelistas como Alberto Méndez, Manuel Rivas o Dulce Chacón publicaron obras de relativo éxito en las que se ofrece una interpretación de la guerra civil, cuyo maniqueísmo y contenido sentimentaloide resulta, al menos en mi opinión, difícilmente soportable. Incluso un crítico e historiador de la literatura tan izquierdista como José Carlos Mainer no duda en calificar el contenido de algunas de estas obras de “blandas”, “dulzonas” y tendentes a la “trivialización sentimental”. Y lo mismo ha ocurrido en el cine. Películas dedicadas a la guerra civil, como Libertarias, La lengua de las mariposas, Los girasoles ciegos o El laberinto del fauno, inciden deliberadamente en la caricatura, por la presencia de personajes intachables por su progresismo en contraposición a curas perversos y militares, falangistas y burgueses deliberadamente sádicos.

En este proceso, la historiografía ha tenido igualmente un papel de primer orden, con su incidencia en el tema de la denominada “memoria histórica”. Y es que la “memoria histórica” tiene como objetivo fundar una identidad o la defensa de las reivindicaciones de grupos sociales y políticos concretos. Se trata de un modo de relación con el pasado de carácter afectivo y sentimental; lo que implica un culto al recuerdo y a la conmemoración obsesiva de ciertos sucesos: fosas comunes, campos de concentración, monumentos, etc. La “memoria histórica” es, además, selectiva por naturaleza, ya que tiene como fundamento una selección partidista de los acontecimientos. Por ello, resultan muy significativas la referencia de historiadores de izquierdas como Ricard Vinyes a los “pasados utilizables”; y la de Josep Fontana, a los “presentes recordados”. Y es que, en el fondo, “memoria histórica” e Historia representan dos formas antagónicas de relación con el pasado. La “memoria histórica” se sostiene en la conmemoración, mientras que la búsqueda histórica lo hace mediante el trabajo de investigación. La primera está, por definición, al abrigo de dudas y revisiones; la segunda admite, por principio, la posibilidad de revisión, en la medida en que ambiciona establecer los hechos y situarlos en su contexto para evitar anacronismos. La “memoria” demanda adhesión; la historia distancia. Y es que, como señala Tzvetan Todorov, el mayor peligro de las políticas de memoria es la instauración de una memoria incompleta, es decir, una narración que descontextualiza el proceso histórico concreto, silencia acontecimientos claves del pasado y margina a los individuos, sectores sociales y políticos que se sentían amenazados por los procesos sociales de carácter revolucionario, auspiciados por los representantes históricos de esa invención denominada memoria democrática.

Y es que en virtud de uno de esos vaivenes que padece nuestra historia contemporánea, los iconos venerables por la sociedad española se encuentran monopolizados por las izquierdas. Siempre he censurado, aunque sin demasiada esperanza, la colosal metedura de pata de don José María Aznar López, líder del Partido Popular y hombre profundamente vulgar e ignorante, al hacer del mediocre Manuel Azaña un referente, no ya para la España futura, sino para el conjunto de la derecha española. Y me he preguntado si tan grotesca iniciativa vino de un convencimiento intelectual nacido de la lectura de las obras completas del alcalaíno, o fue una mera operación de marketing político oficiada por sus más directos amanuenses o turiferarios. En realidad, daba lo mismo, porque el mal ya estaba hecho. La elección de Azaña venía a mostrar no sólo el abandono de cualquier intento de debate intelectual, sino la asunción acrítica de los supuestos históricos e ideológicos de la izquierda cultural. Azaña representaba, según Aznar, un patriotismo integrador. Sinceramente, no lo entiendo. ¿Integrador el hombre que pretendió aislar y marginar al sector social y político representado por las derechas?. ¿Podía un partido que se autodefine monárquico aceptar el republicanismo de Azaña?. ¿Podía un partido mayoritariamente católico aceptar su laicismo radical?. ¿Propugna el Partido Popular, como Azaña, un pluralismo político restringido?. Bueno, esto sí, pero para las derechas, porque pretende erradicar a VOX. Pero eso es otra historia. Ni tan siquiera fue capaz Aznar, hombre de escasas luces, de buscar un icono intelectual, que, si bien fuese ajeno a la genealogía del régimen de Franco, hubiese sido más neutral durante el período republicano y la guerra como José Ortega y Gasset. Increíble, pero cierto. Así las cosas, Aznar se convirtió, seguramente sin darse cuenta, en un precursor no ya de la memoria histórica, sino de la memoria incompleta que denunciaba Todorov.

Mientras tanto, las izquierdas reivindican sin pudor ni autocrítica a sus ancestros, como Indalecio Prieto, Francisco Largo Caballero, Juan Negrín, Julio Álvarez del Vayo o Dolores Ibárruri. En cambio, las figuras de la derecha han sido, en el mejor de los casos, olvidadas; y, en el peor, vilipendiadas y escarnecidas como representantes del mal radical. Y es que la derecha ha interiorizado toda la perspectiva ideológica de las izquierdas.

Una de las víctimas de todo esto proceso político-cultural ha sido Ramiro de Maeztu y Whitney (1874-1936), vilmente asesinado por los revolucionarios en los inicios de la guerra civil. Sin embargo, aquí el único intelectual víctima de la guerra civil parece haber sido Federico García Lorca. Hoy, incluso se ha instaurado una especie de moda pseudohistoriográfica, la de descubrir los “asesinatos” de Franco. La inauguró el inefable Ángel Viñas, acusando al general gallego de ser el inductor de la muerte violenta de otro militar, Amado Balmes. No lo consiguió, pero adquirió notoriedad y sembró sospechas. Ahora, resulta que Miguel de Unamuno, según el director de cine Manuel Menchón, en su documental Últimas palabras para un fin del mundo, fue asesinado por el falangista Bartolomé Aragón. La acusación carece de fundamento histórico, pero lo que se busca no es desde luego la verdad, sino el escándalo y la notoriedad. La figura de Maeztu ha permanecido, hasta hace poco, en la penumbra. En 1955 apareció su primera biografía, obra del escritor tradicionalista Vicente Marrero Suárez. Rica en datos y noticias, se convirtió en una especie de letanía, escrita desde una perspectiva dantesca, en la que la trayectoria vital de Maeztu aparecía en términos de total ruptura y discontinuidad: el “infierno”, de su juventud; el “purgatorio”, de su estancia en Inglaterra; y el “paraíso”, de su conversión al catolicismo. Marrero no era un historiador, sino un ensayista político, un poeta y un experto en estética. Paradójicamente, la etapa peor estudiada en la obra es la del “paraíso”, que no aportaba nada desde el punto de vista historiográfico y biográfico, convirtiéndose en una elegía. Más sistemáticos y esclarecedores fueron los estudios de Gonzalo Fernández de la Mora y Antonio Millán Puelles sobre sus ideas políticas y filosóficas. Interesante y denso fue el capítulo dedicado a Maeztu en la obra de Gonzalo Sobejano Nietzsche en España. Años después, José Luis Abellán, genuino representante del espíritu del 68 en la historiografía española, presentaba a Maeztu como un nietzscheano radical y precursor del fascismo español. El viejo Georg Lukács y su demencial libro El asalto a la razón hicieron verdaderos estragos, junto a Manuel Tuñón de Lara, en la historiografía española. Sin embargo, esta interpretación tampoco resultaba excesivamente novedosa, porque ya había sido difundida por Salvador de Madariaga, en su pintoresco libro España. Ensayo de historia contemporánea.

El cambio político iniciado tras la muerte del general Franco eclipsó al Maeztu tradicionalista. Autores de izquierda como Edward Inman Fox y Carlos Blanco Aguinaga intentaron “recuperar” al Maeztu “socialista” o “liberal-socialista”. No lo consiguieron; sencillamente, porque nunca existió. Otros de mostraron más despectivos y vehementes, como Gregorio Morán, un foliculario con ínfulas de historiador de la cultura, para quien Maeztu era “un demente” y “un periodista ultraderechista que había sido asesinado por los republicanos en los primeros días de la guerra civil”. Peor aún, el literato “centrista” Andrés Trapiello defendía, en su obra Las armas y las letras, la misma opinión: Maeztu era un “invento del franquismo”, que se intentó contraponer a García Lorca. Más tarde, en una nueva edición de su libro, matizó sus opiniones sobre el intelectual vasco, pero el daño ya estaba hecho.

Tras este aquelarre cerebral, salieron a la luz obras más favorables a Maeztu. Rafael Santervás realizó una tesis doctoral, bajo la dirección de Vicente Cacho Viu, titulada La etapa inglesa de Ramiro de Maeztu, que, finalmente, no fue publicada. Se trataba de una obra muy erudita, rica en datos y fuentes, pero que carecía de una interpretación global de la figura y la obra de Maeztu. Años después el filósofo José Luis Villacañas Berlanga sacaba a la luz su libro Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España. En un primer momento, Villacañas pasaba por ser en Murcia y Valencia por una especie de intelectual orgánico del Partido Popular; en estos momentos, apuesta por Podemos o por Iñigo Errejón. Su obra adolece de no pocas carencias. Sin embargo, reconocía, al menos, la valía intelectual de Maeztu, aunque, bajo la presión de la violencia simbólica izquierdista, se esforzaba en citar a Antonio Machado y dar fe de su militancia izquierdista a lo largo de su juventud. En cualquier caso, su metodología abstracta, fundamentalmente filosófica, no era la más indicada a la hora de estudiar a un intelectual de las características de Maeztu, que fue, ante todo, un pensador de acción, muy apegado al terreno, en permanente polémica con sus contemporáneos. En ese sentido, la imprecisión y los errores de Villacañas eran evidentes. Nunca aclara, por ejemplo, qué entiende por “burguesía española”, al parecer concebida como un bloque y las relaciones de ese sector social con el objeto de su análisis e interpretación. Se equivocaba, además, en sus opiniones sobre las relaciones de Maeztu con los nacionalismos periféricos y con el socialismo. Nunca consideró a los nacionalistas como posibles aliados, todo lo contrario, ni fue un “socialista evolutivo”. Por mi parte, publiqué en 2003, Maeztu, biografía de un nacionalista español, en la que intenté dar una interpretación global de su trayectoria vital y del conjunto de su obra. En mi opinión, lo que da coherencia a su figura intelectual es el “problema de España”, el nacionalismo español, la vertebración de la sociedad española. Las distintas etapas de su producción representan una serie de respuestas a ese problema fundamental. En una línea análoga, David Jiménez Torres publicó en Londres, Ramiro de Maeztu and England. Imaginaries, Realitics and Repercusions of Cultural Encouter, que analiza lúcidamente la influencia de la realidad social y del pensamiento político británico en su formación intelectual. Profundamente hostil y mediocre es la obra de Luis Ocio, Ramiro de Maeztu, un monárquico en la II República, que presenta al pensador vasco, no ya como un reaccionario, sino como una especie de precursor de los neocons norteamericanos, un “contrailustrado moderno”.

Este es el contexto histórico-político e historiográfico en el que se desarrolla el libro de Josep Alsina Calves, humanista de plurales saberes, Maeztu: del regeneracionismo a la contrarrevolución. Su exégesis, aunque no exenta de la necesaria perspectiva crítica, es comprensiva y favorable al objeto de su estudio. Con toda razón, Alsina presenta, en la primera parte de la obra, a Maeztu como víctima de la “memoria histórica” inventada por las izquierdas. En el desarrollo del libro, el autor aborda los temas fundamentales del universo maeztiano: el regeneracionismo y su perspectiva social-darwinista; su inserción y relación con la denominada “generación del 98”; la influencia anglosajona; su nacionalismo español; somete a discusión su nietzscheanismo y su socialismo; sus relaciones con ortega y Gasset; sus críticas a la modernidad presentes en La crisis del humanismo; su proyecto de una ética católica del capitalismo; su concepción pragmática del mito como medio de articulación del nacionalismo español; sus relaciones con la Dictadura de Primo de Rivera; la etapa de Acción Española durante la II República; y, por último, los discípulos de Maeztu durante el régimen de Franco. En lo fundamental, coincido con sus posiciones. Por supuesto, existen discrepancias. No creo que exista la menor duda de la influencia de Nietzsche en Maeztu, que no se identifica con el eterno retorno o con el superhombre, sino con el voluntarismo. Lo fundamental es que el legado del pensador vasco no caiga en el olvido, víctima de la memoria incompleta fraguada por las izquierdas. Por fortuna, se nos informa que sus descendientes no serán privados del condado de Maeztu, concedido por Franco en 1974.

Y es que, aunque pueda parecer paradójico a algunos, Maeztu es hoy nuestro contemporáneo. La España actual está siendo conducida hacia el túnel del tiempo. Decir esto no es sostener una posición catastrofista; es una muestra de realismo político. Por eso, podemos sentirnos más próximos a Maeztu y al espíritu del 98. Ahora, los españoles retrocedemos hacia el pasado, a reencuentro de aquellos personajes característicos de la crisis de la Restauración, la II República y la guerra civil. La nación española se deteriora, la sociedad se descapitaliza, y los valores éticos y morales se subvierten. El régimen del 78, remedo de la Restauración canovista, agoniza. Reaparecen y se rinden culto a todos los tópicos antiespañoles: la Leyenda Negra, el repudio del pasado, la hispanofobia, el nihilismo, la chabacanería, la retórica mendaz, la desilusión, el fulanismo, los tópicos ideológicos y la subversión del cuerpo nacional. Al precio de esta honda crisis podemos comprender la dolorida mueca política e Intelectual de Ramiro de Maeztu, marcada por el Desastre del 98 y la indigencia nacional. Hoy, su patriotismo atormentado me parece más comprensible que hace veinte años, cuando escribí su biografía. Y mis inquietudes españolas están más cerca de las suyas. Creo que lo mismo le ocurre a Josep Alsina, el autor de este libro, que ha de bregar diariamente contra el nacionalismo catalán. No es buen síntoma colectivo.

En un comentario a Defensa de la Hispanidad, la revista Indice, órgano del Centro de Estudios Históricos, señaló que la inquietud de Maeztu siempre había tenido por norte el “servicio de la España soñada”. Los españoles o, al menos, un sector de los españoles, tenemos el derecho y el deber de “soñar” con otra España, distinta de la actual. Una España, la actual, convertida, como dice el poeta Luis Alberto de Cuenca, en “un lugar muy triste, que ha prohibido los héroes y ha dejado pudrirse la rosas del escándalo”, “un lugar pobre que ha perdido su alma sin ganar nada a cambio, un lugar sin frutos, un puñado de tierra desunido y estéril”.

¿Es actual la figura y la obra de Maeztu?. Sin duda. Pero exige una reinterpretación. Resulta significativo que La Gaceta, órgano intelectual de VOX, haya hecho suyo uno de los lemas de Maeztu: “Ser es defenderse”. Sin embargo, algunos de los fundamentos de su obra deben ser revisados. Hoy, la nación española no puede descansar ya, por suerte o por desgracia, en instituciones como la Monarquía, la Iglesia católica o el Ejército. Y es que la primera ha demostrado cuán lejos se encuentra de ser una institución nacional y nacionalizadora. No sólo ha pactado con los nacionalistas, sino que ha mostrado su faz corrupta e impresentable. La corrupción de sus representantes ha contribuido a deslegitimar la institución ante la opinión pública y ante las nuevas generaciones. La segunda se convirtió, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, en una institución disruptiva. En realidad, siempre lo fue. Como denunciaron Ramiro Ledesma Ramos y luego Gonzalo Fernández de la Mora, católico no es sinónimo de español. A veces, ha sido lo contrario. Ahí está los ejemplos de Sabino Arana, Torras i Bages, Añoveros o Setién. Nunca debemos olvidar que ETA nació en los seminarios del País Vasco. Sin la impronta católica es imposible interpretar la génesis de los nacionalismos periféricos catalán y vasco. Hoy, un sector de los católicos es fervientemente nacionalista y separatista. Además, se ha mostrado como una institución desleal. La exhumación del cadáver de Franco de su tumba en el Valle de los Caídos es, en ese sentido, todo un símbolo. Como señaló Carl Schmitt, la Iglesia católica es un “complexio oppositorum”, se adapta a cualquier contexto y circunstancia en defensa de sus intereses. Además, hoy se encuentra bajo la férula de un pontífice antiespañol como Bergoglio. Es hora ya de abandonar cualquier atisbo de clericalismo; y de defender, como señaló el filósofo italiano Giovanni Gentile, un “laicismo positivo”, es decir, respetuoso con las creencias cristianas, nada anticlerical, pero celoso de la autonomía del Estado y de la política respecto a los intereses de la jerarquía vaticana. La Hispanidad, una de las grandes intuiciones de Maeztu, ha de tener como fundamento principal el idioma y la cultura española, no la religión. La tercera institución, el Ejército, tras la entrada de España en la OTAN y en la Unión Europea, resulta ya inoperante como fuerza vertebradora nacional.

Dicho esto, un ejemplo a seguir y a revisar es el realismo social y político presentes en la obra de Maeztu. Como historiador, me parece, por ejemplo, que Hacia otra España defiende un análisis sociológico e histórico más actual que el presente en España invertebrada, de Ortega y Gasset, basado en argumentos históricos e incluso étnicos muy discutibles. No menos interesantes y lúcidos fueron sus intentos de fundamentación de una ética para el capitalismo, hoy tan necesaria. Importantes fueron igualmente sus planteamientos pedagógicos, no vano su madre fundó un colegio y su hermana María fue una célebre pedagoga. Su modelo clásico, basado en la historia, el latín, el griego y las matemáticas, puede ser un camino, como ha señalado el filósofo italiano Diego Fusaro para su país, un dique ante el economicismo y el globalismo. De la misma forma, su crítica al individualismo rampante, presente en su obra La crisis del humanismo, coincide con la perspectiva de comunitaristas como Alasdair MacIntyre, el filósofo de la virtud. Y es que la libertad no puede ejercerse en el desierto normativo, sino a partir de un horizonte axiológico significante.

En definitiva, si, como señala el teólogo Rusell Ronald Reno, nos encontramos ante el “retorno de los dioses fuertes”, frente a la evidente crisis de la sociedad liberal, Maeztu puede ser un compañero de viaje. En eso estamos, Alsina y yo. Sin duda.