Nuestra Constitución, por ser más joven, tiene cosas buenas como la declaración de intenciones en su preámbulo. Lo malo es que ¿cuántos políticos aluden, alguna vez, a ello en sus intervenciones?. Es hermoso leer que “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de garantizar la convivencia democrática” Pero los políticos parecen no ser conscientes de su existencia. La definición antigua de Política era “el arte de dirigir las ciudades”, lo que, por extensión se aplica a la dirección de los territorios, sociedades y naciones. Sin embargo, en España, salvo en el caso de los partidos que quieren romperla, parece que los demás han perdido la ilusión y la visión de Estado con que aprobamos la Constitución. Nos dirigen en un viaje a ninguna parte. Parece que den por hecho que la convivencia democrática es un imposible y que la función de los políticos es vivir del aparato, evitando todo verso suelto.
La práctica inexistencia de la división de poderes es probablemente la raíz de este fracaso. El poder Legislativo y el poder Ejecutivo actúan como siameses. Los partidos hacen las listas de candidatos. Después los elegidos en las elecciones, otorgan su confianza al futuro presidente del Gobierno, el cual habitualmente es el cabeza del partido principal. A su vez son los presidentes o cabezas de los partidos los que designan a quienes van a ir en las listas en las sucesivas elecciones. Los que van en ellas son los únicos que pueden ser elegidos. Ahí tenemos la pescadilla que se muerde la cola. Tú me pones en las listas y yo te doy mi apoyo para lo que sea.
Nuestra Constitución asigna a los partidos la función de concurrir “a la formación y manifestación de la voluntad popular” y de ser “instrumento fundamental para la participación política”, lo cual es su función habitual en toda democracia. Seguramente los llamados padres de la Constitución pensaron que la fusión del Legislativo y Ejecutivo se podría evitar o paliar en gran manera, porque la Constitución dice que los partidos políticos en “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. La carcajada aquí es sonora. Recuerda a los chistes de Gila o al semanario satírico La Codorniz ¿Para cuándo la democracia en los partidos españoles, hermano Lobo? Uuuuh. Era la respuesta.
No hay ninguna institución que garantice la democracia interna de los partidos. ¿Cómo se puede pretender garantizar esa democracia interna si nadie es capaz de certificar el número de militantes que tiene cada partido? De hecho, cuando se empieza a hablar de realizar primarias termina resultando que el número real de militantes no llega al 10% de los que antes afirmaba tener el partido. Si a eso le añadimos el hecho de que el candidato del partido en el barrio no es elegido por los militantes del barrio, e incluso puede no residir en la ciudad y ni siquiera en la provincia, resulta evidente que ese candidato, que aparece en las listas, no ha sido elegido democráticamente dentro del partido sino por sus órganos de dirección, los cuales a su vez suelen formar parte, si están en el poder, del Ejecutivo Local, Autonómico o Nacional. En otros países, donde los candidatos se presentan por circunscripciones, la democracia interna es más factible, ya que los candidatos son designados en ellas y no por la cabeza del partido, como ocurre en España.
Uno de los métodos más efectivos, para evitar esta cohabitación del Legislativo con el Ejecutivo, es la elección directa por el pueblo de las cabezas del poder Ejecutivo, esto es del presidente del gobierno nacional, autonómico o local. Serian esos presidentes los que nombraran a los miembros de sus gobiernos, para ejecutar sus políticas, dentro del respeto a las normas vigentes en cada caso, que serían aprobadas por el Legislativo.
El problema de la falta de separación de poderes no acaba aquí. En España el tándem Legislativo-Ejecutivo, con la connivencia de los dos grandes partidos PSOE y PP, ha aprobado leyes sobre la elección del Consejo General del Poder Judicial, que limitan su independencia al hacer que sus veinte miembros sean elegidos por el Legislativo (Congreso y Senado). Nuestra Constitución tuvo el gesto de fingir que pretendía garantizar la independencia del Poder Judicial mediante su artículo 127 “Los Jueces y Magistrados, así como los Fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos”. Pero la propia redacción del artículo es papel mojado, ya que sólo impide ese desempeño de otros cargos públicos y la pertenencia a partidos “mientras que se hallen en activo”. Basta con la mera solicitud de una excedencia, para dejar de estar en activo, como Juez, Magistrado o Fiscal, y poder ser incluido en las listas de los partidos como candidato al Legislativo o nombrado para el Ejecutivo. A continuación, una vez que se deja de ser ministro, diputado o alto cargo, se puede solicitar la vuelta al “servicio activo” y así reingresar en la carrera judicial o fiscal. ¿A qué partido pertenece tal juez o fiscal? Siempre que haya sido candidato no queda duda.
Esta politización de la Justicia ha dado lugar a que las asociaciones de jueces y fiscales también tengan color político. Todos ello es tenido en cuenta por el CGPJ para nombramientos y promociones, lo que en suma politiza más aún al Poder Judicial. En otros países esto se ha evitado de forma radical: si un Juez, Fiscal o Magistrado aparece en la lista de candidatos al Legislativo o ejerce algún puesto en el Ejecutivo, se le prohíbe reingresar en la carrera Judicial o Fiscal. Se reconoce a sus miembros, como a todo ciudadano, el derecho de pasar a la política, pero sabiendo que después no pueden volver al Poder Judicial. En suma, en España, el francés barón de Montesquieu ha sido arrojado al cubo de la basura y no lo fue por ser francés sino por un grave error en la redacción de nuestro texto constitucional
La amplitud de la “casta política” en España es tremebunda. los diputados y senadores hay que añadir los diputados autonómicos, los de las diputaciones elegidos por elección indirecta y los concejales. A todo ello sumar los puestos de libre designación y asesores a dedo que existen en todos los niveles de gobierno, que desprofesionalizan las Administraciones públicas nacional, autonómica y local. No cabe tampoco ignorar los chiringuitos, asociaciones y fundaciones, la mayoría de izquierdas, que reciben subvenciones y que son correas de transmisión de los partidos políticos. Resulta ingente el total de cargos, carguitos, puestos y puestecitos, que constituyen la “casta” política española a costa del contribuyente. A tenor de comparaciones con otros países de nuestro entorno parece que en España la cifra es exagerada y debería recortarse radicalmente, en aras de la profesionalidad y de la eficiencia.
Estas críticas no son mera demagogia. Todo sistema político tiene un coste y los políticos deben cobrar sueldos dignos, coherentes con su función y con la provisionalidad de su puesto. Tampoco todas las ONG son meros chiringuitos. Muchas desarrollan una labor meritoria y necesaria, pero en la medida en que sus costes se carguen a la ciudadanía, son dinero público cuya utilización debe ser fiscalizada para comprobar que se ha aplicado al fin previsto. No es de recibo que se den subvenciones por mera afinidad política sino como contrapartida a la realización de cometidos y servicios, que deben ser evaluados y supervisados por los órganos administrativos pertinentes.
La gran maraña de la casta política española es un tejido que tiende a bloquear el funcionamiento democrático, genera obediencias debidas, en realidad indebidas, y supone un gran despilfarro de dinero público. No cabe dar un cheque en blanco a la estructura actual del sector político y a sus aledaños. Su tamaño está en detrimento de la convivencia democrática y debería revisarse y racionalizarse.
El futuro va requerir gobiernos democráticos fuertes. Si lo hacen bien volverán a ser elegidos, si lo hacen mal, fuera en cuatro años. Lo único que no será funcional serán gobiernos débiles, de multi coalición, que con sus apaños y su “casta” desencantan a los ciudadanos y crean un clima de “tolerancia” y “buenismo” que irritará al pueblo y que puede hacerle perder su confianza en la democracia. ¿Conduce nuestra actual Constitución a gobiernos fuertes o débiles? Para lograr gobiernos más firmes y creativos, ¿qué constitución es mejor, la española, la alemana o la francesa? Si la nuestra es la menos favorable a gobiernos fuertes, que primen a las mayorías y que, por tanto, permitan cambios profundos en las elecciones, convendría cambiarla. La Constitución española vigente lleva a gobiernos débiles multipartidistas. No es adecuada para el presente siglo XXI. Creo que conviene repensar nuestra Constitución en aras de la gran política y, a la vez, dejar de lado el lastre de la “casta”, del “aparato” que hoy prevalece y que está liquidando la imprescindible división de poderes, sin la cual cabe decir que no hay democracia real.