A estas alturas, que se consiga salvaguardar la integridad territorial de Ucrania parece una hipótesis improbable. Las tropas rusas no van a desocupar posiblemente el territorio ya invadido. Putin entró en Ucrania para asegurarse el control del Donbass y Crimea, y para obtener más territorio circundante, sobre todo en las zonas rusófonas y rusófilas ucranianas, y los enclaves estratégicos en la costa del Mar Negro. Quizá esté en los planes de Putin levantar un corredor entre el Donbass hasta la Transnistria, asegurando el mar de Azov y controlando Odessa, hasta Moldavia, para dejar al gobierno de Zelenski sin acceso a las aguas del Mar Negro.
El desplazamiento de la frontera, incluso con una partición de Ucrania, no solucionará el problema, pero posiblemente es lo que sucederá. Muchos países han experimentado la misma suerte histórica, por lo que no nos debería extrañar que acabáramos presenciando una Ucrania del Este (controlada por Rusia) y una Ucrania del Oeste (pro-occidental y tal vez asociada a la UE y a la OTAN). La frontera entre las dos partes podría ser la que ponga la propia geografía, es decir, el río Dniéper. Hay experiencias muy dispares con estas soluciones salomónicas: la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana, Corea del Norte y Corea del Sur, Vietnam del Norte y Vietnam del Sur, y más modernamente, la división de la isla de Chipre o Sudán.
Lo que sí se puede avizorar sin ninguna objeción es que no va a ser posible desmilitarizar el territorio ucraniano en el medio plazo, sea cual sea la partición territorial y administrativa que se realice en un próximo futuro. Ucrania es un auténtico polvorín y aunque se alcance un acuerdo formal de Paz, quedarán grupos armados, paramilitares, rebeldes y radicales de todo tipo a ambos lados del Dniéper. Desmilitarizar Ucrania va a ser una tarea prácticamente imposible, porque la reposición continua de armamento es una oportunidad de lucro extraordinaria en ambos lados. La guerra siempre ha sido un gran negocio y no hay más que comprobar el alza de las acciones de las grandes empresas armamentísticas en Wall Street -contratistas del Pentágono-, en previsión de los jugosos contratos que se van a formalizar en el marco de la OTAN con los socios europeos.
Ahora bien, a la luz de los hechos que podemos observar, y desde cualquiera de los puntos de vista, la eufemística “operación militar especial" putiniana no tuvo en cuenta la capacidad de influencia en Europa de los Estados Unidos. ¿Sabía Putin que entraba en una guerra total sin posibilidad de una victoria contundente? ¿Qué previeron sus analistas y él mismo que iba a ocurrir? Realmente, el conflicto ya venía fraguándose desde el Euromaidán de 2014. La guerra estaba en los planes, tanto en lo económico como en lo militar, como sabemos, pero nunca se pensó, probablemente, que la propia Europa occidental permitiría que una crisis brutal económica se cerniese sobre ella como consecuencia de la imposición de las sanciones a Rusia. La Unión Europea ha vuelto a pecar de ingenuidad.
Lo más sorprendente en todo este panorama es la posición de Alemania, con su nuevo Canciller Scholz, habida cuenta de las relaciones de dependencia gasísticas y comerciales existentes con Rusia. Si quiere salvar urgentemente la viabilidad de las industrias alemanas, Scholz debe afrontar e impulsar una total reorganización del mercado energético de la UE, comenzado por la interconexión eléctrica entre España y Francia, de modo que el gas africano pueda subir hasta las fábricas germanas. Con Trump y Merkel las cosas habrían sido a buen seguro diferentes. Desde el comienzo de su mandato, en 2005, Merkel siempre procuró una aproximación inteligente con Putin. Se conocían bien y se respetaban. Merkel hablaba ruso y Putin alemán, y los dos según algunos rumores se conocieron durante su etapa “secreta” o discreta en la RDA. El Nord Stream 2 era la gran apuesta energética de ambos. Una obra de ingeniería colosal que nutrió a las élites empresariales de ambos lados y que tras su aprobación hubiera garantizado energía fácil y barata a las industrias alemanas y una entrada de divisas impresionante para el Kremlin. Pero el Nord Stream 2 fue abortado por los EE.UU. en cuanto Biden llegó a la Casa Blanca. Ahora Washington venderá gas natural licuado a Europa occidental y bastante más caro. Scholz aceptó las instrucciones estadounidenses respecto al gasoducto Nord Stream 2 y fue capaz de plegarse a la enorme pérdida parcial que supuso una inversión en infraestructura no amortizada, tanto para el gobierno alemán como para algunas empresas estratégicas teutonas.
La guerra de la propaganda en la UE, por otro lado, la han ganado claramente EE.UU. y Reino Unido, a través de sus emporios mediáticos oligopólicos (agencias como Reuters, Associated Press, Bloomberg, CNN y BCC, sus fact-checkers, múltiples think tanks y por supuesto las redes sociales de sus Big Techs). Han aupado, además, a un buen actor -nadie mejor que un actor reconocido en la propia Ucrania- para jugar un papel que se ha creído y en el que se ha metido a fondo, según el guion elaborado. Los actores, ya lo sabemos, acaban su película, cobran y pueden hacer otras, o bien retirarse o que no los llamen para otras. Todo eso está claro. Lo que piensa Putin está fuera del alcance de cualquiera, incluso dentro de su núcleo próximo en Moscú. Pero lo que sí parece claro es que subestimó las capacidades propagandísticas de EE.UU. dentro de Europa occidental. La UE no se ha dividido políticamente ante la situación creada en Ucrania, y la OTAN parece haber resucitado. Incluso Venezuela parece haber entrado ya en la órbita norteamericana a la vista de las suculentas comisiones que se van a llevar los gerifaltes del régimen de Maduro ante los nuevos contratos de suministro que se van a negociar próximamente con Washington. En esta coyuntura, puede ser que la situación en Cuba experimente también un viraje rápidamente, como consecuencia de estos movimientos precipitados. Pero el mundo es muy grande y hay otras partidas más complejas, como las del reposicionamiento de potencias regionales como Turquía, Irán, Arabia Saudita o India. Sólo el tiempo irá resolviendo este interrogante.
En 1991 Occidente podría haber optado por acercar a Rusia a su seno, integrarla en la cosmovisión occidental y construir una estructura euroasiática de comercio y seguridad del que se hubieran obtenido mutuos beneficios. Sin embargo, no se optó por esta vía por los intereses creados desde finales de la Guerra Fría. La inercia de esta lógica bipolar era muy lucrativa en algunas instancias occidentales. Se optó por seguir rodeando a Rusia, ampliando a su alrededor la OTAN, que duplicó sus miembros. De nada valió la caída y disolución de la URSS y del Pacto de Varsovia -que, por otro lado, nació siete años más tarde que la OTAN-. No se podía permitir que el negocio de la OTAN se terminara, aunque Rusia en los 90 estuviera en una situación de muchísima vulnerabilidad. Una integración comercial, energética y de defensa progresiva de Rusia en Europa occidental hubiera hecho saltar por los aires la neocolonización operada por EE.UU. a través de su brazo armado en suelo europeo, la OTAN, cuyas dos terceras partes de su presupuesto lo financia Washington. Esto crea una inmensa dependencia científica y tecnológica de los países europeos hacia el Tío Sam. Toda colonización exige un pago o contraprestación a la metrópolis y EE.UU. El Plan Marshall no fue gratis.
¿Solución a todo esto? No la hay ya. Porque el error de cálculo de Putin y las imágenes de la destrucción de ciudades del corredor del Mar Negro junto a las de los refugiados, más el ardor guerrero de las milicias armadas y continuamente rearmadas, además de la imposibilidad de ocupar un país, han convertido a Ucrania en una pieza que nadie quiere entregar en esta partida. La confianza en la alianza rusa con China no puede ir más allá de lo económico, pues el coloso asiático no es una potencia militar similar a EE.UU., ni el confucionismo ni el taoísmo que inspiran a los mandarines de Pekín va a llevarles más allá de una solución pragmática que no les haga perder su privilegiado lugar en la economía globalizada. Ucrania no será el último conflicto, por lo que tampoco parece que les interese en estos momentos conquistar Taiwán militarmente, como algunos mass media occidentales tratan de hacernos ver como inminente.
Por otro lado, a nivel interior, Putin empieza a tener algunas deserciones en el Kremlin. Tiene un gran apoyo social en Rusia, porque la decepción del pueblo ruso respecto a Occidente y el resto de Europa es considerable, y él sabe que el orgullo herido es una útil plataforma de sustentación, y más en un pueblo como el ruso, que está curtido por la dureza de su propia historia. Cuando se inicia algo tan grave como lo que se ha emprendido en Ucrania y con las consecuencias globales que tiene -y dado que la ONU no sirve definitivamente para nada- no se puede parar, salvo que China realice una mediación satisfactoria para ambas partes y juegue este partido como árbitro. Por esta razón no parece posible que se alcance un acuerdo aceptable o razonable para las dos partes sin una adecuada mediación. Y la mediación a gran escala sólo la puede establecer otra gran potencia, como es China, una vez comprobada la autoanulación de Naciones Unidas y los infructuosos intentos de Israel o de Macron.
Una globalización humanista con valores de solidaridad y apoyo mutuo, sin necesidad de crear enemigos y destruir al otro, no está entre los valores del Pentágono ni de los halcones USA, tampoco en una Rusia henchida de resentimiento y desconfianza hacia Occidente. Ambas partes tuvieron la oportunidad de terminar el siglo XX confraternizando, pero optaron por rematar el pasado siglo propiciando conflictos violentos, como el que sucedió en Chechenia o en la Guerra de Yugoslavia. Y el siglo XXI no pudo empezar peor, tras el 11-S, con guerras como la de Afganistán, Iraq, Siria o Libia que han dejado un rastro de caos y miseria, y cuyas consecuencias todavía estamos pagando.
En los 90 las potencias occidentales tuvieron la oportunidad de integrar a la entonces debilitada Rusia en su “mundo” pero la convirtieron en un nuevo enemigo. Porque el espíritu de los colonos y cowboys fue siempre el de conquistar en nombre de "su" Libertad, aunque hubiera que exterminar a los indios americanos o arrojar dos bombas atómicas en Japón para masacrar a la población civil, por no hablar de los 14 millones de toneladas de bombas que llegó a lanzar EE.UU. sobre la población civil de Vietnam del Norte, diez veces más que las lanzadas durante la Segunda Guerra Mundial.
La palabra Libertad en boca hoy de los herederos intelectuales de Kissinger ya no significa nada, la democracia de Biden, como antes la de Obama, Bush o Clinton, tampoco. La dialéctica de la ambición y de la mentira impregna la política y los valores occidentales están siendo, no solo subvertidos, sino convertidos en bandera de conveniencia y en tapadera de sucios y aviesos intereses. Porque no hay verdaderos valores si no tienen como centro el progreso, no solo material, sino también moral y espiritual. Tendríamos que haber atendido y entendido más a Julian Assange y Edward Snowden a fin de conocer dónde estábamos como sociedad civil occidental y qué funesto rumbo estábamos adoptando, tras las bambalinas de nuestras instituciones. Por el momento, a Ucrania se le ha arrojado entre Rusia y Occidente al epicentro del tablero geopolítico, en el que lo que menos importa es el ser humano y la verdad.