Con similares antecedentes la decisión de presentarse a las generales de 1994 fue de obligado cumplimiento. En aquella época el tablero político italiano había implosionado por el escándalo de mani pulite, las instituciones sufrían un enorme desgaste y el crimen organizado atentaba indiscriminadamente. Nunca coyuntura fue tan propicia y el Caimán, apodo utilizado por el cineasta Nanni Moretti, no desperdició la oportunidad.
Los electores votaron masivamente a Berlusconi. En el imaginario colectivo quién había conseguido levantar un imperio financiero y presidir un triunfante equipo de fútbol era el más indicado para tomar las riendas. Los sentimientos y las emociones se impusieron a la cordura y a las advertencias de sabios y estudiosos de reconocido prestigio.
Las críticas de Giovanni Sartori, politólogo de fama mundial, o de Indro Montanelli, referente del periodismo de investigación, fueron silenciadas por el aparato mediático del empresario que lanzó una caza de brujas contra aquellos que objetaban su presencia en Palazzo Chigi. La tan alabada división de poderes de Montesquieu se esfumaba, cómplice una oposición desmañada y de histórica torpeza.
Ni siquiera los dos gobiernos de Romano Prodi consiguieron eclipsar la figura del magnate. Berlusconi se recreaba en los momentos de dificultad, alternaba performance más propias de sórdidos cabarets con ridiculeces infantiles ante líderes de la comunidad internacional. Mal asesorado, convirtió sus residencias de Arcore y Porto Rotondo en prostíbulos. Escándalos que afectaron el trabajo parlamentario y convirtieron a la política transalpina en una opera buffa. El Caimán se convirtió en Dragón, como denunció su segunda mujer Veronica Lario.
Condenado por evasión fiscal y mancillado por sus probados vínculos con Cosa Nostra, resistió en el poder hasta que una supuesta maniobra franco-alemana le destronó en aras de Mario Monti, un tecnócrata del gusto de las instituciones europeas.
El ocaso de Berlusconi ha sido lento pero imparable. Las operaciones estéticas o las relaciones sentimentales con treintañeras no lograron frenar el paso del tiempo. Como un moderno Dorian Gray ambicionaba proyectar una imagen de inmortalidad tanto física como política. Estratagemas que no le beneficiaron convirtiendo su incuestionable magnetismo en burlas y escarnios.
Llegados al final del túnel es costumbre hacer un balance. El autor desconoce si Berlusconi rompió el espejo de la habitación. Su personalidad narcisista indica lo contrario. Con todas las precauciones nos aventuramos en similar ejercicio.
Nadie debería cuestionar la trascendencia histórica del magnate. Surfeó durante veinte años en la cresta de la ola, protagonizó una auténtica revolución y tanto para bien como para mal fue un adelantado a su tiempo. Compensaba las escasas destrezas políticas con un histrionismo inverosímil y sagaces intuiciones. No olvidemos que fue el Cavaliere quien en mayo de 2008 entrego el Ministerio de la Juventud a una ambiciosa treintañera forjada en el Movimiento Sociale Italiano (MSI) y que hoy lidera el Gobierno transalpino.
Su modus operandi contravino todas las fundamentas éticas de la democracia. El ascenso empresarial y político sigue en entredicho por su cercanía a la mafia siciliana y, a pesar de los esfuerzos de sus hagiógrafos, es probable que se le recuerde por las meteduras de patas y conductas surrealistas con Ángela Merkel y Barak Obama.
Tampoco consiguió imponer el neoliberalismo que tanto abanderaba. El intento de vampirizar el sistema fracasó por la resiliencia institucional y económica del Estado. El magnate “se comió” una Italia sacrificada “a expensas de su inmunidad judicial e intereses empresariales” como explica Rubén Amón en un acertado editorial. Hasta que la ingesta se le atragantó provocando efectos bulímicos.
Pero es incuestionable que Berlusconi amó a su país, fue un europeísta convencido, un diplomático excéntrico pero conciliador y un líder de masas. La popular comparación con Donald Trump es demasiado simplista. Ciertas afinidades son incuestionables, sin embargo resulta peliagudo imaginarle liderando una horda enfurecida dispuesta a irrumpir en Palazzo Montecitorio.
Lamentando la pérdida de una vida humana, deseamos a Berlusconi el mejor de los descansos si los esqueletos del pasado lo consienten.