De repente, escuché las voces. Me alarmaron bastante porque en un entorno de madres y padres llevando niños al colegio no es lo que se espera. Levanté la cabeza para ver de dónde provenían, con ese temor que surge por imágenes que se quedan grabadas; cualquier cosa puede pasar en cualquier momento.
El paisaje estaba lleno de uniformes de los chicos, coches en un pequeño aparcamiento, un autobús descargando muchachos. Me resultó difícil localizar al emisor de los gritos.
Intentando pensar bien me dio por pensar que era una bronca de tráfico, de esas que “mejor ni mirar”. Por fin ya enfoqué y localicé el origen: las voces venían de un hombre metido en chaleco de plumas bien apretado. El SUV, con la puerta del conductor abierta para ocupar más espacio, estaba detrás a modo de decorado de un tipo que vendía su envidiable éxito (cada día la realidad se parece más a los anuncios o a lo mejor es al revés).
El “exitoso” gritaba a un (¿su?) chaval: “recuerda, estoy contigo”, “tú puedes”, y otras frases de tipo banquillo lanzadas al viento y que se desparramaban por doquier.
Cuando se quedó a gusto de pegar voces y sabiendo que tenía una audiencia que no era solo la del menor se golpeó el pecho hasta 3 veces, según pude contar. Los golpes rápidos me recordaron a reflexiones de “El Origen de las Especies” de Charles Darwin sobre nuestros ancestros. Acabó la representación señalando al chaval con el índice.
El sonrojo me hizo volver la vista, no sin ver en la sonrisa del triunfador que sentía que había empezado bien el día.
Por mi afición al cine aquello me recordó a una posible escena de entrenador de beisbol de equipo de tercera en Estados Unidos, venido de las grandes ligas, pero que un desengaño amoroso le hizo ser un perdedor y ahora, con un grupo de otros perdedores, intenta recuperar quien fue. Y también, recuperar la relación con su hijo después de vagar sin rumbo por el país durante varios años. Muy de los años 80. Eso sí, con ese puntito simiesco (por lo de los golpecitos).
Pensaba si no habría sido posible que durante el trayecto en coche de ese caballero con su hijo le diera esos mensajes motivacionales tan del siglo pasado y no nos hiciera participes a todos los demás de su entusiasmo por el muchacho. Ante semejante exhibición de afecto ¿dónde queda uno? Pensaba para mí mismo: “Ya sabemos que Vd quiere a su hijo… no necesito que me lo participe de esa manera como tampoco si sufre de meteorismo.”
Si no das el cante ya no vale. Los sentimientos no se “sienten”, se proclaman. Y hay que hacerse oír. Dónde queda el beso tierno de padre o madre, la mirada cómplice, una sonrisa, el silencio compartido…
Estamos tan instalados en el exabrupto, el golpecito, el chillido, lo afectado, la lluvia de confeti que salimos de una confusión para entrar en un aturdimiento hasta llegar al siguiente esperpento. ¿Qué es un día normal, o es que eso ya no existe?
Proclamar por encima de todo. Se extiende por pueblos y aldeas el poner un letrero que dice “tal ciudad contra el maltrato. Tolerancia cero”. Hombre, por supuesto. Quien (que no sea un psicópata) puede estar a favor. Pero, si en mi pueblo no hay cartel ¿es que estoy a favor? ¿O quiere decir que estoy a favor de cualquier atrocidad que no esté señalizada?
Discreción, se ruega.