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Francisco ha muerto. Crónica de un pontificado más político que espiritual

Francisco ha muerto. Crónica de un pontificado más político que espiritual

· A los 88 años ha fallecido el Papa Francisco, y con él termina una de las etapas más controvertidas, divisivas y discutidas del catolicismo contemporáneo

martes 22 de abril de 2025, 08:20h
Estas líneas no pretenden juzgar su alma —eso, como bien sabemos, solo le corresponde a Dios—, pero sí resulta legítimo, e incluso necesario, hacer un balance de su pontificado en la Tierra. Y lo que nos deja, muy a nuestro pesar, es un reguero de sombras que eclipsan las escasas luces. Un pontificado que ha confundido a los fieles, ha debilitado la autoridad moral de la Iglesia y ha coqueteado peligrosamente con los dogmas ideológicos de la izquierda, olvidando su misión principal: salvar almas. Desde el principio, Bergoglio pareció querer ser más un líder de opinión global que un guía espiritual. Un Papa simpático a los enemigos de la Iglesia, que caía bien en tertulias de televisión, en las redacciones de medios progresistas y entre quienes, hasta entonces, no habían tenido reparo en mofarse de los valores cristianos. ¿Cómo no levantar sospechas cuando los mismos que se burlaban de Benedicto XVI comenzaban a aplaudir a su sucesor? ¿Qué clase de señal es esa?

Francisco ha hablado largo y tendido sobre el cambio climático, la inmigración masiva, la deuda externa, el feminismo o el calentamiento global. Ha denunciado con pasión las políticas de fronteras, la economía de mercado o las llamadas "estructuras de pecado" del capitalismo, pero ha guardado un silencio sospechoso cuando se trataba de denunciar la persecución sangrienta a cristianos en África, Asia o incluso en Europa. La balanza, en su discurso, ha estado constantemente inclinada hacia los postulados más terrenales, ideológicos y progresistas. Mientras los mártires morían por confesar su fe, el Santo Padre parecía más preocupado por salvar el Amazonas o por rendir pleitesía a la Pachamama, esa figura pagana que llegó incluso a tener un espacio en el mismísimo Vaticano.


¿Puede un Papa presidir una ceremonia en la que se adora simbólicamente a un ídolo indígena y esperar que los fieles no se escandalicen? ¿Puede un Papa dejar de hablar del infierno, del pecado, del demonio o del juicio final —temas esenciales de la fe— para volcarse en sermones sobre el reciclaje, el CO2 y la Agenda 2030?

Porque si algo ha hecho el Papa Francisco durante su pontificado es adherirse, con entusiasmo y sin disimulo, a las grandes causas de la izquierda globalista. Ha confundido misericordia con relativismo. Ha promovido ambigüedades doctrinales que han desconcertado a muchos pastores y cardenales. Ha favorecido a obispos heterodoxos, a teólogos disidentes, y ha marginado a quienes, con fidelidad, seguían la doctrina tradicional. No por casualidad, Benedicto XVI se vio obligado a salir a la palestra en más de una ocasión para corregir, con finura pero con claridad, algunas de las extravagancias teológicas que surgían desde Roma.


Francisco ha hecho mucho daño a la Iglesia. No se puede decir de otro modo. Ha dejado a millones de fieles sin norte, sin rumbo, sin referentes. Ha impulsado sínodos que no han servido más que para sembrar confusión. Ha permitido que ciertas conferencias episcopales se conviertan en cajas de resonancia del pensamiento woke. Ha callado ante la ofensiva laicista y ha parecido más interesado en no molestar a los enemigos de la Iglesia que en defender a los suyos.

No son pocos los católicos que, durante estos años, se han sentido huérfanos. No por falta de fe, sino por la sensación permanente de estar solos ante un mundo hostil, mientras el que debía ser su pastor dialogaba con los lobos. Francisco ha sido un Papa querido por los que jamás pisan una iglesia, por los que desprecian la tradición cristiana, por los que promueven la eutanasia, el aborto, la ideología de género y la ingeniería social. Un Papa progresista, decían ellos con entusiasmo. Y esa sola etiqueta ya debería haber sido motivo de alarma.


Quizás el problema de fondo ha sido su pretensión de hacer una Iglesia "abierta al mundo", cuando lo que el mundo necesita es precisamente lo contrario: una Iglesia firme, sólida, sin complejos, que diga la verdad aunque duela, que no se pliegue al lenguaje políticamente correcto, que predique a Cristo sin rebajas ni descuentos morales. Una Iglesia que sepa distinguir entre el bien y el mal, entre la salvación eterna y las modas ideológicas.

Francisco ha muerto. Descanse en paz. Pero lo que queda es una Iglesia dividida, desorientada y a menudo irreconocible. Queda una jerarquía eclesiástica cada vez más politizada, ideologizada y ajena a las preocupaciones espirituales de sus fieles. Queda una sensación amarga, la de que se ha perdido una oportunidad histórica para liderar con claridad en tiempos de oscuridad.

Ahora, la Iglesia se enfrenta a una encrucijada. La fumata blanca que se avecina no será solo el anuncio de un nuevo pontífice, sino la posibilidad —quizás la última— de corregir el rumbo y devolver a la Iglesia su esencia: predicar el Evangelio, confirmar en la fe a los fieles, combatir el error, y dar testimonio de Cristo en un mundo cada vez más hostil.

Ojalá el próximo Papa entienda que no basta con caer bien a los poderosos de este mundo. Que no se trata de estar en la portada de Time o de recibir elogios de la ONU. Que lo urgente es rescatar almas, no complacer ideologías. Y que la Iglesia necesita menos política y más santidad. Menos progresismo y más verdad.


Porque la verdad, como dijo Cristo, es la única que nos hará libres.

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