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CATALUÑA, UNA REALIDAD QUE EXISTIÓ

El esencialismo catalanista

Por Luis Sánchez de Movellán

By Luis Sánchez de Movellán
martes 21 de octubre de 2014, 14:31h
Luis Sánchez de Movellán.
Luis Sánchez de Movellán.
A finales del siglo XIX, el catalanismo fue abandonando gradualmente el radicalismo sentimental de La Renaixença y tras ocupar sus primeras y modestas plataformas políticas –en el Ayuntamiento de Barcelona, sobre todo- se preparó para la confrontación con la oligarquía que, desde Madrid, marcaba las pautas de la política general, regida por la ley no escrita del turno canovista de los partidos dinásticos.El catalanismo encaraba esa batalla basándose en un conocimiento histórico robustecido por múltiples estudios eruditos y a impulsos de su firme autoconciencia como representante ideológico de un pueblo bien diferenciado por su lengua, derecho y costumbres.
También espoleado por la convicción de que la debilidad del Estado español, obstáculo para el desarrollo económico y social del conjunto, redundaba asimismo en serio perjuicio para todas las regiones. De ahí que aspirara a un sistema de poder más eficaz y más moderno que tuviera además en cuenta la personalidad histórica, cultural y étnica de Cataluña. Al calor de esas ideas se fue formando toda una pléyade de escritores y dirigentes políticos tales como I.Sunyol, Duràn i Ventosa, Jaume Carner, Puig i Cadafalch, Eugeni d´Ors, y, especialmente, Enric Prat de la Riba y Francesc Cambò, procedentes del Centro Escolar o del Ateneo, los cuales, en su mayoría, se encontrarían en las filas de la Lliga Regionalista.

En su pensamiento pesaban también las ideas liberales, pero Prat de la Riba y Cambò especialmente, habían heredado la aversión de Valentì Almirall (Lo catalanisme,1886) a la variante francesa de esa ideología. Rechazaban la libertad ahormada por el prurito de la igualdad y también la omnipotencia del Estado centralista, encarnación de una voluntad abstracta surgida de individuos idénticos o equivalentes. Prat y Cambò preferían el liberalismo inglés con sus garantías efectivas de los derechos de los individuos frente a un Estado que, en su afán igualitarista, podría fácilmente recortar la libertad de personas y grupos de especial preeminencia. Añádase a ello la influencia del pensamiento organicista e historicista de Herder, Savigny y Taine, y tendremos las claves teóricas de un catalanismo que trataba de realzar y proteger la personalidad histórica y natural de Cataluña frente a los abusos y la tendencia uniformista del unitarismo.

Cataluña tenía perfil propio, entidad histórica y natural propia. Había sido sujeto histórico independiente durante siglos y poseía su propia lengua, enriquecida ahora con meritorias aportaciones intelectuales. Duràn i Ventosa y Prat de la Riba afirmaban la realidad nacional de Cataluña y buscaban la expresión adecuada que convirtiera la exaltación romántica de los hombres de la Renaixença en fórmula política apta para elaborar programas concretos que aunasen voluntades en pos de un proyecto de restauración nacional. Si resultaba conveniente, admitía Prat sin remilgos en La nacionalitat catalana, había que jugar con la ambigüedad y crear nueva conciencia, introduciendo mercancía nacionalista a través de términos más suaves y aceptados por la masa: “Con calculado oportunismo insinuábamos en sueltos y en artículos las nuevas doctrinas mezclando adrede región, nacionalidad y patria para avezar poco a poco a los lectores”.

En puridad, la doctrina que Prat de la Riba expone en La nacionalitat catalana viene a fundamentar el derecho histórico de los catalanes a tener un “Estado propio”. Pero como, simultáneamente, reconocía que la destrucción de los modernos Estados supranacionales, sería obra torpe e involutiva, consideraba la federación de dos o más Estados nacionales como la fórmula más adecuada para armonizar el principio particularista, respetuoso con la nación, y el universalista, que porta en sí la tendencia a expandir el ámbito de influencia del Estado. Admirador de los imperialismos inglés y estadounidense, Prat pensaba que una Federación Ibérica resolvería de raíz “el problema catalán” y liberaría ingentes energías para emprender un gran proyecto imperialista, prueba de su madurez histórica. Es seguro que al propugnar pensamientos tan atrevidos tenía in mente la pasada grandeza de Cataluña como potencia mediterránea y a Barcelona como metrópoli de un considerable Imperio.

Prat de la Riba era, en cualquier caso, hombre de gran talento organizador y práctico. Su gestión de la Mancomunitat es una prueba concluyente de cómo administraba con la máxima eficacia los escasos recursos y cómo con un patriotismo intenso y firme, poco dado a los arrebatos románticos, daba forma, paso a paso, a una Cataluña, segura de sí misma, moderna y, a la par, sólidamente entroncada con su propia historia. Feliz en el empleo de los recursos materiales, lo fue aún más en la inversión de los intelectuales, pues, hostil a todo sectarismo, atrajo a esa obra de concienciar política y culturalmente a Cataluña a muchas y muy diversas personalidades, todas las cuales hallaron el lugar idóneo para desarrollar sus capacidades y contribuir a la creación de una red institucional de gran rendimiento. En el ámbito catalán se cumplía así algo que Costa y Ortega buscaron vanamente en el español: que la idea y el sentimiento de nación se sustrajera a la angosta visión partidista.

El teórico de la Lliga “naturaliza” y substantiva tanto la entidad de la nación y artificializa y empequeñece tanto la del Estado que aquélla aparece, en pasajes centrales de su obra, como una realidad eterna, provista de un atributo intrínseco, el “espíritu nacional”, del que emanarían lengua, arte, derecho y hasta formas de vida, como sus manifestaciones más genuinas. De otros pasajes menos centrales se desprende, con todo, la consecuencia de que el “trabajo de los siglos”, es decir, el uso continuo de una misma lengua y un mismo derecho bajo las condiciones de vida impuestas por el medio natural, es el factor que fragua dicho “espíritu nacional”. El Estado sería, en el caso más frecuente, algo adjetivo, impuesto por la fuerza exterior. Sólo en el caso del “estado nacional” brotaría de forma orgánica y natural, con la consiguiente estabilidad constitutiva.

Las formulaciones del Prat teórico relativas a la nación tienen un fuerte sabor esencialista y aunque escuetas y taxativas están animadas por el fuego de una fe que las lleva a incurrir en arriesgados mesianismos. En el plano político, se inclina pragmáticamente por una especie de Estado compuesto de perfil federal: “Consecuencia de toda la doctrina aquí expuesta es la reivindicación de un Estat Cátala en unión federativa con las otras nacionalidades de España. Del hecho de la nacionalidad catalana nace el derecho a la constitución de un Estado propio, de un Estado Catalán”.

La teoría del catalanismo pratiano queda abierta a no pocas soluciones políticas. Su propuesta de “unión federativa” es un término flexible que puede aplicarse a un estado de autonomías claramente descentralizado, dar pie a posiciones filoseparatistas, como la de una confederación en la que Cataluña se reservase el derecho a separarse en todo momento o fundamentar una radicalidad que predique lisa y llanamente el separatismo en toda regla, como la que pretendió aquella escisión de ERC en 1931, denominada Nosaltres sols, traducción del gaélico Sinn Fein.
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