No puede sorprender a estas alturas del partido que el jefe del ejecutivo, tan dado a comparecer con la mascarilla tocada por la banderita de España, se presentase con un tapabocas sin ese detalle en esta ocasión (¡qué cobardía!); y tampoco, que permaneciese impertérrito (él, su equipo de protocolo) cuando en un comportamiento gamberro, barriobajero e insultante, los ujieres nacionalistas retiraran de mala manera la enseña nacional.
Los honores a la bandera cumplen la función de recordar a todos los españoles que los símbolos que son de todos están presentes en nuestra vida para representarnos, y que éstos deben respetarse conforme a la ley.
Incluso podría Sánchez ignorar que la nación de cuyo gobierno es presidente dispone de normas por las que se regula el uso de la rojigualda. Pero no hay excusa posible para quien tolera que una banda, una cuadrilla de mequetrefes manosee o ultraje un trapo que es signo de la soberanía, la independencia, la unidad y la integridad de España, valores superiores expresados en la Constitución y que el primer ciudadano que está obligado a guardarlos, los omite o los ningunea y, en todo caso, se paraliza cuando toca defenderlos. Todo, en nombre de una bastarda y hasta patológica adicción, a cualquier precio, al poder.