Poca gente discutirá que la contemplación o el disfrute de una obra de arte es uno de los estímulos más positivos que puede recibir el ser humano. A diferencia de otro tipo de acto de comunicación, el arte, que también lo es, busca producir un efecto tal en el receptor que sea, en principio, placentero. Volviendo a Alba Reche, ahí reside la grandeza de la obra de esta mujer. La escuchas, la ves, y modifica para bien tu estado de ánimo. Y ello pese a que sus canciones albergan cierta tendencia hacia la melancolía, una melancolía, eso sí, muy sui géneris, cargada de positividad, de convicción, de empoderamiento incluso y, sobre todo, de sororidad. Para quien suscribe son en cualquier caso toda un terapia. De manera especial cuando uno puede escuchar en ellas cosas como que “la culpa es mía que no quise darme cuenta de que no sabes querer” o “quédate, no quiero que te vayas, te di todas mis armas”.
¿Que te encuentras con dudas y así como depre? Te enchufas un tema de la Reche y es mano de santo. Parece todo bien simple y fácil esto del valor terapéutico del arte, pero… tal vez no lo sea tanto. El reciente fallecimiento de Verónica Forqué, actriz eminentemente cómica, ha puesto sobre la mesa otra delicada perspectiva de este complejo asunto de la creación artística: que quienes teóricamente se dedican a alegrarnos la vida a los demás, a los artistas me refiero, puedan estar tanto o más necesitados que nosotros de ayuda. ¿Lo pensamos lo suficiente? Yo diría que más bien nos importa bien poquito, desgraciadamente.
Pues aun así, ellos utilizan su sufrimiento, su alegría o lo que toque, para hacer arte de ello y, de paso, alegrarnos la vida a los demás. Porque uno puede dedicarse a la correduría de seguros y dejar fácilmente su puñetera vida aparcada en la puerta de la oficina, y que no le influya en cuál es la oferta que le va a hacer a su próximo cliente. Sin embargo, la profesión de artista es difícilmente desligable de la vida. Imposible diría yo. Mal artista sería quien no aporta pedacitos de su vida a su trabajo, o mejor, quien no se desgarra literalmente en cada verso, en cada párrafo, en cada melodía o en cada trazo de pincel. Eso es lo que hace al arte puro, auténtico y necesario.
Decía un tal Lorca que “el teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera”. Que “el teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre”. Lo mismo para cualesquiera de las artes. El arte ha de ser reflejo de la vida, de lo bueno y lo malo, y si no, no es arte. Aunque su intención sea, paradójicamente, la de hacérnosla mejor, aun a base de mentiras. Esa es una pequeña licencia que se permite el arte a diferencia de la vida: que aquí vale también la ficción.
Escuchaba el otro día al psicólogo Tomás Navarro hablar del kintsukuroi. Si, así como quien habla del récord en el precio de la electricidad, desatado como está este. Me entero luego de que se trata de una técnica japonesa de reparación de cerámica que consiste en dejar a la vista las uniones de las piezas que se han roto previamente, vete tú a saber por qué accidente, resaltándolas - aquí viene lo bueno - con trazos de oro. Chulo que te cagas, ¿no? Recurría a este brillante ejemplo el psicólogo para hablar de la adversidad, subrayando que forma parte de la vida y que hay que aprender a convivir con ella, sobrellevarla, no avergonzándose de las heridas y no escondiendo las cicatrices, sino embelleciéndolas.
Al final, las canciones de Alba Reche son todo eso: poesía que se hace humana o delicadas piezas de cerámica rotas, como su voz entrecortada, reparadas y embellecidas con trazos de oro. Muestran los huesos y la sangre de su creadora, y también sus cicatrices con orgullo. Quién no las tiene. Y reparan al fin - he aquí el poder absoluto del arte - no solo a quien las interpreta, sino también a quien las escucha.
Yo no sabría decir cuánto son de reparadoras para su autora sus piezas de cerámica. Ojalá que sí lo sean. Ni siquiera sé si ella sufre y sangra como lo hacen sus letras y su voz , si la sonrisa que casi permanentemente muestra es sentida o es fingida (hemos quedado en que en esto del arte también vale mentir, por difícil que a veces resulte). Pero sí que puedo dar fe de cuánto sentimiento transmiten, de cuán reparadoras son para mí y para otras muchas personas que admiran tanto a Alba Reche como yo. Y ello independientemente de que sean verdaderas o ficticias, qué más da. El arte cumple así su función. Eso es lo que importa.
Por eso, permítaseme para terminar una recomendación: si sufren ustedes de depresión, si se despiertan por las noches y están que no se hallan, si perciben como que se les aturulla el espíritu, si no tienen ganitas de bailar y cantar al menos una vez al día… aunque sea solo por unos minutos, déjense arrastrar hacia lo sublime entregándose a las bellas canciones, la bendita voz y la reparadora sonrisa de Alba Reche. Me lo van a agradecer.